El exterminador, lo llamaban: Las adaptaciones cinematográficas de «El Almuerzo Desnudo»

Pasada la primera selección de capítulos para la gran novela que William había producido, mucho del material que quedaría afuera se reciclaría cuando, en París, Brion Gysin descubriría por casualidad en el Beat Hotel la técnica del cut-up, consistente en dividir en pedazos simétricos un texto, rearreglarlos al azar y luego leer de corrido el resultado. Gysin, “el único hombre que he respetado” (en palabras de Burroughs), supo que el cut-up tenía el potencial suficiente para ser explotado por un autor que había dado a luz una obra dotada de un carácter tan fragmentario. Publicado por primera vez en 1959 y en París, El almuerzo desnudo no tardaría en volverse una verdadera obra de culto, inclasificable y perseguida por la censura.

Este texto es un adelanto exclusivo del libro «Pull my Daisy y otras experimentaciones: La Generación Beat y el cine» coordinado por Matías Carnevale, que será publicado en Argentina esta primavera por Editorial Alción.


por Matías Bragagnolo

William Seward Burroughs (1914-1997) conoció a Joan Vollmer Adams (1923-1951) en Nueva York, en 1944. Tenían amigos en común (aquellos que la posteridad recordaría como los miembros más significativos de “la Generación Beat”) y Joan estaba casada y era madre de una bebé. William (Bill para los amigos) era homosexual, y ella lo sabía, pero la atracción intelectual fue inevitable, y más tarde se volvieron amantes.

Vinieron entonces años turbulentos. Joan se había convertido en una adicta a la Benzedrina, Bill a la heroína. Bill incursionó en la delincuencia, robando a borrachos en los subterráneos y vendiendo droga, y así llegaron sus primeros encuentros con la ley. Ambos pasaron por infructuosos procesos de desintoxicación y largos períodos sin verse hasta que en octubre de 1946 se fueron a vivir a una granja en el valle del Río Grande, donde Burroughs tenía planeado cultivar marihuana. De Texas no tardarían en marcharse hacia Nueva Orleans, y de ahí a la ciudad de México, donde para finales de 1949 ya estarían asentados.

El 6 de septiembre de 1951, Joan y Bill se encontraban en el departamento de un conocido. La ocasión parecía ser la venta de un arma de fuego. Todos estaban muy alcoholizados y la relación no era la mejor para el matrimonio de hecho. Hubo un comentario sarcástico de Joan acerca de la puntería de Bill, y él, pistola automática Star en mano, sugirió demostrarla al estilo Guillermo Tell. Joan colocó un vaso sobre su cabeza. Bill apuntó y disparó. Bill erró. Joan cayó muerta con un tiro en la frente.

Se supone que fue este desastroso evento el que convirtió a Burroughs en escritor. Según descubriría años más tarde en una sesión de espiritismo celebrada con el pintor Brion Gysin en París, el error de puntería fue ocasionado por un “Espíritu Feo” (o “Malo”) que había tomado posesión de su persona. Y la mejor forma de liberarse de esa posesión había sido escribiendo.

Después de algunas semanas de detención en una cárcel, Burroughs abandonó México con el juicio pendiente (sería condenado en ausencia por asesinato culposo, accidental), y empezó un vagabundeo que incluyó una interesante estancia en Nueva York, donde convivió con Ginsberg en un departamento del Lower East Side. Con el manuscrito terminado de Marica, su segunda novela, y con una primera versión de las Cartas del Yagé redactada con su compañero de cuarto, Burroughs fue asaltado por la primera inspiración consciente para lo que sería su próxima obra. Los cordeles de ropa, las escaleras para incendio, los balcones, las pasarelas y el aglomerado laberíntico de viviendas y estructuras edilicias abigarradas que por la ventana del departamento veía le sugirieron ciertas imágenes de las “Iluminaciones” de Rimbaud, y de eso a la dialéctica hubo poco trecho. En México, durante un viaje al Ecuador buscando la ayahuasca, en un intento por superar los rechazos de un efebo y ganarse su atención, había empezado a inventar ciertas historias disparatadas, escatológicas, sangrientas y repugnantes. Las rutinas que desde entonces caracterizarían la obra de Burroughs empezaban a tomar consistencia. Con el nombre de rutinas Bill definía viñetas paródicas, satíricas, casi actos de vodevil, con gran influencia de los episodios aislados que pueblan las obras de Sade, Apollinaire y, por sobre todas las cosas, El Satiricón de Petronio.

Con Yonqui, su primera novela, finalmente publicada, Bill es expulsado del departamento de Allen Ginsberg —para la posteridad quedaría el insulto final de este último: “¡No quiero tu fea y vieja poronga!”— y reinicia un derrotero que lo lleva por Europa hasta llegar al norte de Marruecos, fascinado por El cielo protector de Paul Bowles, quien vivía en Tánger con su esposa Jane.

Se instala en esta ciudad, donde conoce a e inicia una ambivalente relación con los Bowles. Tánger por entonces era llamada “la Zona Internacional”, porque se encontraba bajo los simultáneos gobiernos de Francia, España, Estados Unidos y el Reino Unido, resultando ello en un verdadero paraíso para licenciosos como el propio Burroughs, que se encontró rodeado de adolescentes prostitutos árabes y drogas de todo tipo. Así empezó el trabajo duro con una novela llamada Interzona, que más tarde terminó por ser bautizada por Jack Kerouac como El almuerzo desnudo. Era 1954, e intoxicado con fuertes dosis de majún (especie de pasta comestible derivada de la resina y el polen de la marihuana) pasaría los siguientes cuatro años escribiendo.

En 1957 Ginsberg y Kerouac acudieron en ayuda de su amigo para organizar lo que más tarde se daría en llamar, usando una expresión de la futura novela, “La horda de palabras”: más de mil páginas mecanografiadas, repletas del material no lineal y profundamente explícito que en medio de carcajadas y frenetismo William había producido en la soledad del cuarto de la pensión en que habitaba. Terminaba una hoja, la sacaba de la máquina, la arrojaba al suelo junto con el resto y seguía escribiendo, como si su imaginación no pudiera ser contenida. Sodomía retorcida, consumo de drogas duras, medicina depravada, insectos monstruosos, empresarios desquiciados, ejecuciones, transformaciones dignas de un cine que todavía no había nacido por falta de efectos especiales suficientes…

Kerouac recordaría con espanto su primer contacto con estas páginas. En su novela de 1965 Desolation Angels, donde Burroughs es Bull Hubbard y la novela es La cena desnuda, escribió: “Cuando me comprometí a empezar a tipearlo prolijamente a doble espacio para sus editores … tuve pesadillas horribles… como sacar un sinfín de mortadela de mi boca, de mis entrañas, sacar y sacar todo el horror de lo que vio Bull y escribió …”.

Pasada la primera selección de capítulos para la gran novela que William había producido, mucho del material que quedaría afuera se reciclaría cuando, en París, Brion Gysin descubriría por casualidad en el Beat Hotel la técnica del cut-up, consistente en dividir en pedazos simétricos un texto, rearreglarlos al azar y luego leer de corrido el resultado. Gysin, “el único hombre que he respetado” (en palabras de Burroughs), supo que el cut-up tenía el potencial suficiente para ser explotado por un autor que había dado a luz una obra dotada de un carácter tan fragmentario. Publicado por primera vez en 1959 y en París, El almuerzo desnudo no tardaría en volverse una verdadera obra de culto, inclasificable y perseguida por la censura.

La versión apócrifa de Conrad Rooks

La idea de producir cine estuvo entre Gysin y Burroughs desde el inicio de la intensa amistad que durante sus vidas los unió. Y eso incluía, por supuesto, la adaptación de El almuerzo desnudo, una tarea entre titánica e imposible.

Sin embargo, cuando en 1962 un joven millonario de 27 años llamado Conrad Rooks se presentó y le ofreció a William Burroughs 500 dólares a cambió de una cesión temporal de los derechos de adaptación a cine de El almuerzo desnudo el autor no pudo más que aceptar un dinero que siempre le era necesario. Rooks, spoiled child con un serio historial de abuso de alcohol y drogas, gracias a la muerte de su padre acababa de convertirse en el heredero del imperio comercial Avon Cosmetics. Disponía ahora de alrededor de tres millones de dólares para gastar, y se le había ocurrido “invertir” en el cine. Quería contar su propia historia de abuso de sustancias y superación, y después de leer la segunda novela publicada de Burroughs había considerado que podía funcionar como el marco perfecto para su proyecto.

Pero en cuanto el escritor intuyó que el proyecto se había puesto en marcha decidió recuperar los derechos cedidos. Por un lado, no confiaba en la capacidad de Rooks para hacer una buena adaptación, auguraba un desastre en puerta. Por el otro, su novio, el joven Ian Sommerville (el cerebro científico detrás de los cut-ups), no cesaba de repetirle que Rooks era un embaucador.

Burroughs no tardó en informarle al reciente millonario y diletante cineasta que ya no había cesión de derechos. Y que se había gastado los 500 dólares, pero que algún momento se los devolvería. Por supuesto, no tenía intenciones de hacerlo, y nunca lo hizo.

Rooks decidió seguir adelante con la idea de contar sus peripecias con las sustancias y su eventual recuperación con una cura de sueño en una clínica de Suiza. El resultado fue un largometraje experimental, surrealista al que llamó Chappaqua, en honor al pueblo neoyorkino donde se había criado. Lo guionó, lo produjo, lo dirigió y lo protagonizó. Estrenado en 1967, Chappaqua ganó una medalla de plata en el festival de cine de Venecia, contó con Robert Frank (el realizador de la icónica Pull my Daisy) como director de fotografía, con cameos de Ornette Coleman, Allen Ginsberg y su novio Peter Orlovsky y, como si fuera poco, se incluía a Burroughs como parte sustancial del elenco.

El personaje de Burroughs se llamó Opium Jones, y no era otra cosa que la personificación de la adicción al opio y sus derivados, algo en absoluto reñido con la biografía del escritor. Opium Jones persigue al protagonista durante toda la película, y lo acompaña con su presencia siniestra durante la desintoxicación en la clínica. Las últimas palabras que murmura Opium Jones son pronunciadas antes de que Rooks abandone la clínica a bordo de un helicóptero: “Un recipiente indigno, obviamente – Me retiro del caso”, que no es más que una de las variaciones que Burroughs usaba en sus lecturas cuando leía un fragmento de “Cambien puntos coordinación”, uno de los capítulos de la novela Expreso Nova (1964). Y no debe haber sido una mera casualidad la elección de esa línea de diálogo. Quien en Expreso Nova dice estas palabras es nada más ni nada menos que el doctor Benway, médico experto en interrogatorios, lavados de cerebro y control, el personaje quizás más paradigmático de El almuerzo desnudo. De alguna remota manera, puede decirse que el heredero de Avon se había salido con la suya.

“Creo que Chappaqua es todo lo más cerca que pude llegar a El almuerzo desnudo”, diría Rooks en el año 2000, sincerándose, aunque sin dejar de dar su versión de los hechos: “No podría nunca haber distribuido El almuerzo desnudo. Ningún estudio se le habría acercado en 1963. Así que ¿qué hubiera tenido de bueno gastar un montón de dinero cuando sabías que no podría ser exhibido?”.

La versión truncada de Antony Balch

No era Conrad Rooks la única persona que soñaba con llevar a la pantalla grande El almuerzo desnudo.

En 1962 Burroughs conoció en París a uno de los nuevos amigos de Gysin, un joven de 24 años llamado Antony Balch (1937-1980). Antony era por entonces un distribuidor de películas de dudosa moralidad, aunque con aspiraciones y aptitudes de cineasta. Estaba por entonces viviendo en el mismo hotel que el escritor y que el pintor, el mítico Beat Hotel del número 9 de la calle Git le Coeur, y se dedicaba a conseguir escenarios para filmaciones y a subtitular al inglés filmes franceses.

Los tres amigos no perdieron tiempo, y durante el siguiente año filmaron el cortometraje Towers Open Fire (Torres abran fuego), una adaptación del capítulo “Tropas de combate en el área”, de la recién editada novela de Burroughs El ticket que explotó, la segunda escrita con la técnica del cut-up. Inmediatamente Antony se puso a trabajar en lo que iba a llamarse Guerrilla Conditions, un documental de 23 minutos sobre las vidas de Burroughs y Gysin que nunca terminó, pero cuyas cintas se vieron convertidas hacia 1966 en The Cut-ups, otro cortometraje experimental.


En esta segunda película pueden ser apreciados fragmentos de lo que se supone que fueron intentos de Balch por filmar escenas de El almuerzo desnudo. En lo que parece ser la primera escena del capítulo “Joselito”, un Burroughs en calidad de médico examina a un joven semidesnudo al que la posteridad conoció solo por el nombre de “Baby Zen”. En otra escena aparece Burroughs empacando en una habitación de hotel de mala muerte, en lo que podría haber sido la huída de William Lee (el alter ego del autor en la novela) después de matar a los policías Hauser y O’Brien y antes de perderse en ese cuadro apócrifo del Bosco que son los capítulos de la novela.

Sin embargo, recién fue en 1971, viviendo los tres amigos en Londres, cada uno en un departamento del mismo edificio, en el número 17 de la calle Duke, en el barrio de Saint James, cuando Brion Gysin se puso seriamente a trabajar en el guion de El almuerzo desnudo. Trabajó con ahínco y contó con la asistencia de Burroughs (tipeando, revisando, corrigiendo, sugiriendo), hasta dejarlo listo en 1972, con una extensión de aproximadamente 80.000 palabras. Gysin había sugerido cambios sustanciales, como el cambio de nombre de la Interzona, el territorio más significativo de la obra original (Tánger), que en el guion era la Nuncazona (Neverzone). También la inserción de musicales, con canciones de su autoría, para acentuar el tono burlesque de las rutinas. Para justificar los continuos saltos en tiempo y espacio que ocurren en la novela sin explicación alguna (una verdadera prehistoria de los textos creados por el cut-up), el pintor propuso la existencia de una empresa de transportes llamada “Aerolíneas Travesti”. Se supone que a Burroughs le desagradó el resultado final.

Mientras tanto, Antony Balch dibujaba una buena cantidad de storyboards (la versión gráfica de las escenas de un guion, el paso previo a producirlas), cada uno con sus detalles de cámara. Usaba marcadores de colores.

Para cuando en marzo de 1971 el proyecto había sido anunciado a la prensa, los tres amigos habían fundado una compañía cinematográfica con el fin de producir el guion. La llamaron Friendly Films Ltd (Películas Amigables S.R.L.). Acompañado por un amigo, el novelista Terry Southern, Burroughs viajó a Hollywood a entrevistarse con Chuck Barris, el productor de programas de entretenimiento para televisión, que estaba interesado en leer el guion y discutirlo un poco, pero la experiencia fue un fiasco.

Y mientras seguían buscando inversores llegó el año 1973, y apareció el primer nombre barajado para asumir el rol de William Lee en la película: el mismísimo Mick Jagger, confeso admirador de Burroughs. Hubo algunas reuniones, alguna visita de Mick con su esposa Bianca al departamento del escritor, pero aparentemente fue la lujuria del director lo que alejó al Stone del proyecto. Mick se sintió acosado por Balch y terminó por rechazar la propuesta.

Más tarde se habló de Dennis Hopper para el mismo papel, y de Eartha Kitt (la legendaria actriz que encarnó a la Gatúbela afroamericana en la serie del Batman de Adam West) como un babuino de culo púrpura, pero el proyecto empezó a languidecer hasta el punto de que hacia 1974 el sueño de filmar El almuerzo desnudo se había convertido en un estado de situación perpetuo.  

La versión minúscula de Howard Brookner

En 1978 William Burroughs vivía en New York, en el Bowery, en un departamento al que todos conocían como “el Bunker”, por el grosor de sus paredes y la absoluta carencia de ventanas: el edificio había pertenecido a la YMCA, y el hogar del escritor no era otra cosa que el vestuario reciclado. Y Howard Brookner era un estudiante de cine a punto de terminar su carrera en la NYU. Howard tenía que presentar su tesis, y decidió, con la ayuda de su compañero de clases Jim Jarmusch como técnico de sonido, filmar un documental sobre Burroughs.

Una amistad nació entre el escritor y el flamante director, y el proyecto creció hasta convertirse en un documental hecho y derecho que se estrenó en 1983. Burroughs: The Movie se convirtió así en el único largometraje documental sobre Burroughs producido con la colaboración del propio protagonista.

Las circunstancias en que una escena de El almuerzo desnudo fue producida son desconocidas, pero fue una sorpresa para los primeros espectadores del documental cuando una toma de Burroughs leyendo una de las escenas del capítulo “Hospital” da paso a la escena en sí misma.

Burroughs es el Dr. Benway, intentando operar a un paciente en un baño (el del mismísimo Bunker, de hecho). Hay una enfermera y un médico ayudante. La enfermera no es otro que el transformista Jackie Curtis, integrante de la troupe de La Factoría de Andy Warhol. Después de parlotear un poco (“¿Les conté de la vez que hice una apendisectomía con una lata de sardinas oxidada?”), Benway, empuñando una sopapa que esterilizó en el agua de un inodoro tapado, le da al paciente un masaje cardíaco a corazón abierto, salpicándolo todo de sangre.

Howard Brookner moriría de complicaciones derivadas del SIDA en 1989, a los 34 años.

La versión biográfica de David Cronenberg

Los intentos de David Cronenberg por llevar El almuerzo desnudo al cine se remontan al año 1981, cuando conoció al productor inglés Jeremy Thomas en el Festival Internacional de Cine de Toronto, Canadá. Bastó una charla para convencer a Thomas para que adquiriera los derechos de adaptación de la novela. Siguieron entonces las primeras visitas a Burroughs, que por entonces ya vivía en Lawrence, en el estado de Kansas, el hogar donde pasaría sus últimos años de vida. En 1985 director, productor y autor viajaron a Tánger para empaparse del ambiente más frecuente de la novela. Paul Bowles era el único de los amigos de Burroughs que todavía vivía en la Interzona.

Desde un comienzo Burroughs se negó a encargarse del guion. “Los escritores tienden a creer que pueden escribir un guion de cine, sin darse cuenta de que los guiones de cine no están destinados a ser leídos, sino actuados y fotografiados. Después de abrirme camino a machetazos con ‘Las últimas palabras de Dutch Schultz’, al menos había aprendido esa lección”. Y los años pasaron y Cronenberg seguía sin escribir el guion. El estallido creativo le llegó recién en 1989, en Londres, mientras volvía a incursionar en la actuación para el papel del psicoterapeuta en Engendro de la noche, la segunda película que el escritor Clive Barker dirigió.

El comienzo del rodaje estaba programado para el 7 de agosto de 1990, y los escenarios serían en su mayoría los de Tánger, pero el comienzo de la Guerra del Golfo Pérsico cinco días antes obligó a un cambio de planes. Setecientas toneladas de arena fueron derramadas en las escenografías montadas en una antigua fábrica de municiones de Toronto, para poder recrear el territorio norafricano de la Interzona. Parte del proceso de filmación contó con la presencia de Burroughs.

En la película que se estrenó en 1992, William Lee (Peter Weller) es empleado de una empresa de fumigación, aspecto argumental tomado tanto del capítulo de la novela llamado “El exterminador hace un buen trabajo” como del cuento que da nombre a la colección de cuentos de 1973 ¡Exterminador! De hecho, esos textos son mayormente autobiográficos, toda vez que Burroughs trabajó como exterminador cuando vivió en Chicago en 1942. Utilizaba, como en la película, un polvo amarillo que no es otra cosa que la piretrina, con el que Joan, la esposa de William (personificada por la actriz Judy Davis), se ha empezado a drogar. Así, la piretrina deviene en una versión análoga de la heroína. William no tarda en empezar a inyectarse también. Busca ayuda y da con el Dr. Benway, que le recomienda una cura con polvo de carne negra de ciempiés gigante acuático, una de las criaturas que pueblan la fauna de la novela. Este polvo no es otra cosa que una analogía de la apomorfina, una síntesis lograda por el médico inglés John Dent hirviendo morfina y ácido clorhídrico. El resultado era una sustancia emética reguladora del metabolismo, ideal para la recuperación del alcoholismo o la adicción a las drogas. Burroughs se sometió a esta cura experimental por primera vez en 1956, con resultados alentadores.

William Lee es detenido por los detectives Hauser y O’Brien (un pasaje de la novela basado en un hecho real sufrido por el escritor en 1945), y es entonces cuando tiene el primer contacto con una de las criaturas que Cronenberg hizo diseñar. Es una cucaracha del tamaño de un gato castrado, que habla por un esfínter anal que tiene bajo las alas, y que bien podría ser asimilada al Espíritu Feo, toda vez que no tardará William Lee en matar a su esposa como Burroughs lo hizo con Joan Vollmer en la vida real (donde el calibre de la pistola era .380 y no .32, como la que Peter Weller empuña). A diferencia del guion de Brion Gysin, que respetando la novela ubica el ingreso de Lee en la Interzona luego de que Lee da muerte a los dos detectives, en la película de Cronenberg es la muerte de Joan el punto de inflexión.

Pese a las alteraciones de tiempo y espacio (Cronenberg concentra los hechos en 1953, entre Nueva York y la Interzona), el guion había terminado por contener un importante componente biográfico, no solo tomado de algunas de las otras obras de Burroughs, sino también del libro de Ted Morgan Literary Outlaw: The Life and Times of William S. Burroughs. Están Allen Ginsberg y Jack Kerouac con otros nombres, y está el matrimonio de Paul y Jane Bowles. Paul es Tom y Jane es Joan, personaje que no solo comparte nombre con la mujer de William: es también Judy Davis quien la personifica.

La inclusión del matrimonio Bowles no es meramente biográfica. Se supone que lo primero que Burroughs escribió de El almuerzo desnudo fue la rutina en la que Mohammed Temsamany, el chofer de Paul Bowles —al que llama Aracknid, mientras que Bowles es Andrew Keif, siendo “keif” la pronunciación que Burroughs le daba al kif, la potente variante marroquí del cannabis— atropella a una mujer embarazada, esta pare in situ su feto sanguinolento y Mohammed se sienta a revolver la sangre con un palo. Por su parte, la asociación entre los nombres Jane y Joan tenía (conocido o no por Cronenberg) un antecedente: cuando en el primer capítulo de la novela escribió Burroughs “En Cuernavaca ¿o era Taxco? Jane conoce a un proxeneta trombonista y desaparece en una nube de humo de porro”, bien podía estar refiriéndose a la vez en que Joan, viviendo ambos en México (enero de 1951), se marchó a Cuernavaca a preparar unos papeles legales para hacer una división de bienes comunes del concubinato, o bien podía estar aludiendo a alguna de sus infidelidades mutuas. La sospecha radica en el primer manuscrito de la novela, donde no se hablaba de Jane, sino de Joan.

Más allá del ínfimo porcentaje de la novela adaptado en el guion, la película no podía ser llamada adaptación si no contenía a los mugwumps, unos seres que “no tienen hígado y se alimentan exclusivamente de cosas dulces. Sus labios delgados, de un azul amoratado, cubren un pico de hueso negro afilado como una navaja barbera y con el que frecuentemente se hacen pedazos cuando se disputan clientes. Estas criaturas segregan por sus penes erectos un fluido adictivo que prolonga la vida retardando el metabolismo”. El diseño de estas criaturas y de la “Clark-Nova”, una cruza entre una máquina de escribir y la cucaracha gigante antes descrita, son verdaderas muestras de la dialéctica entre escritor y director.

También es un personaje de la película Kiki (a cargo del actor Joseph Scoren), un amante adolescente a quien Burroughs conoció en Tánger, y que aparecerá y reaparecerá tanto en sus obras posteriores como en sus recuerdos y sueños. Nunca se supo el verdadero nombre de Kiki, más allá de una referencia a un tal “Henrique” en Expreso Nova, pero puede decirse que el escritor realmente estuvo enamorado de él. Kiki lo abandonó en 1955, y en 1957 murió acuchillado en Madrid por un cantante cubano que, en un ataque de celos, lo encontró en la cama con una de las chicas de su banda. En la película, Kiki es asesinado por un insecto humanoide salido de la mente de Cronenberg.

En 1965 Conrad Rooks le había encargado al legendario músico de jazz Ornette Coleman una banda sonora para Chappaqua, pero por motivos poco claros la reemplazó por otra a cargo de Ravi Shankar (se supone que la primera era demasiado buena). Esta vez, con Howard Shore a cargo de la banda sonora de El almuerzo desnudo, el saxofonista tuvo su revancha. Incluida está, como no podía ser de otra forma, la pieza “Midnight Sunrise”, que Coleman había grabado junto a los Master Musicians of Jajouka, el colectivo de música ritual marroquí que Brian Jones popularizó en forma póstuma en 1971. Burroughs, como fanático de los Master Musicians of Jajouka (fueron en Tánger la banda de la casa del restaurant que regenteaba el mismísimo Brion Gysin), había oficiado como nexo entre el jazzero y éstos, e incluso estuvo presente durante las sesiones de grabación en enero de 1973.

Llegados los títulos finales de la adaptación de Cronenberg, resulta claro que la película es más la historia de cómo se escribió El almuerzo desnudo que una adaptación de la obra en sí misma. El mero hecho de verlo al personaje que representa a Allen Ginsberg leyendo fragmento de la novela, o a William Lee contando como anécdotas ciertas rutinas que en el texto provienen de la boca del Dr. Benway (concretamente, la del ventrílocuo con el “ojete parlante” y la del profesor de neurología cuyas hemorroides se engancharon en la rueda trasera del auto que lo transportaba) reafirman esta sensación. Los personajes, criaturas, elementos y rutinas adaptados resultan ser, en honor a la verdad, escasos en relación al Jardín de las Delicias heroinómano de la novela. Sin duda, como el propio Cronenberg le dijo a Burroughs: “podrías hacer doscientas o trescientas películas con El almuerzo desnudo”.



Peter Weller se sienta en una silla plegable frente a William Burroughs, durante una pausa en el set de filmación. El actor se frota la frente con una mano, se queja del dolor de cabeza que está sufriendo, y dice, queriendo sonar gracioso: “Me vendría bien un poco de heroína”. Burroughs se levanta de su silla, pone su cara a centímetros de la de Weller y, mirándolo a los ojos con total seriedad, le espeta: “¡No! ¡Eso es basura!”.


Publicado en Barbas Poéticas con el permiso del coordinador editorial de la obra Matías Carnevale, Ciudad de México – Argentina, 2022.

A 50 años de Avándaro 1971

La semejanza entre Woodstock y Avándaro es innegable -las mismas imágenes, los mismos símbolos, el mismo ritmo musical, los mismos ídolos ya internacionales-; pero su significado denotaba algo muy diferente.

AVÁNDARO, 11 SEPTIEMBRE 1971


“Cada quien habla de la fiesta como le va en ella”, dice el dicho. En una batalla, ningún soldado sabe lo que pasa -ni siquiera, si van ganando o perdiendo-, sino hasta después de terminada la guerra. Les narro, tal como recuerdo yo, aquel magno festival de Avándaro.

Fui acompañado de algunos hippies mexicanos, uno de tantos sectores que conformaban ese abigarrado movimiento juvenil conocido como “la onda”; pero que ciertamente, era el sector más significativo, pues fueron quienes dotaron de identidad y utopía a todo el movimiento. Se trataba de chavos y chavas de la clase media de las colonias Del Valle, Narvarte, Roma, etc. de la Ciudad de México. La mayoría de ellos andaba por los 18 años y frecuentaban la Gran Fraternidad Universal (organización vinculada a los rosacruces). Me vinculé con este sector el día mismo de mi llegada a mi parroquia, tres años atrás: el Purísimo Corazón de María, de la Colonia Del Valle. De inmediato me cautivaron su peculiar apariencia y estilo de vida. Tenía yo entonces 30 años y acababa de llegar a México, terminando mis estudios eclesiásticos en la ciudad de Roma. Me llamaron la atención estos muchachos, por ser muy espirituales, aunque no identificados con la Iglesia: leían el “Evangelio Espiritual de Jesús El Cristo”, del mago esoterista Eliphas Levi (1810-1895), que aseguraba que Jesús había estado en la India. Por las tardes, al terminar mis tareas, visitaba sus cuartuchos de azotea, a la luz de alguna veladora, y escrito en la pared, entre posters sicodélicos, una frase espiritual. Leían sus escritos místicos, propugnaban la Paz y el Amor, amaban el rock y tocaban melodías novedosas que ellos mismos componían (de entre ellos estaba el grupo musical “La Semilla del Amor”), eran vegetarianos, ecologistas y gustaban de la astrología. 



Llegamos a Avándaro tres días antes del concierto. El lugar era un hermoso valle, en plena naturaleza, y lo disfrutamos como lo habíamos hecho en Huautla:  no nos faltó ni baño, desnudos en el río (más que morbosidad, era expresión del sentimiento inefable de inmersión en naturaleza). La víspera del concierto, hasta atrás, en el límite natural de ese valle, construimos sendas chozas con ramas y hojas, y tendimos unas hamacas, disponiéndonos para el evento. En esos días previos, la tarima donde se desarrollaría el concierto estaba disponible para grupos espontáneos de rock, que ciertamente, no faltaban. Entre estos eventos, se presentó la Rockópera “Tommy” (un niño discapacitado que denotaba la vulnerabilidad de los muchachos de entonces), del grupo rockero “The Who”, estrenada en 1960, con interesantes técnicas de composición. Por cierto, el actor principal, Héctor, era alumno mío en la Preparatoria Popular de Liverpool.

Armando Molina era el organizador de una carrera automovilista para algunos juniors, y para amenizarla, invitó a grupos rockeros mexicanos que él estaba promoviendo. Estos grupos, con indiscutible calidad musical, enfrentaban el boicot de las disqueras y de la radio, ya que el rock era tenido como indecente, escandaloso y políticamente incorrecto. Los únicos lugares disponibles para ellos, eran los “Hoyos Funkies”, como los denominó Parménidas García Saldaña: locales cerrados, no muy grandes, sin ventilación, ni sillas, ni nada, y como se cobraba poco, tenían mucha concurrencia y nadie se escandalizaba si, de repente, llegaba algún “hornazo”. Los asistentes pertenecían al subproletariado urbano. Llevaban poco dinero; pero los músicos se les entregaban con todo entusiasmo, de modo que estos ya gozaban de cierta fama entre ellos.

Finalmente, llegó el día esperado. El valle se iba llenando de gente joven. La mayoría eran asistentes habituales a los “hoyos funkies” (no tanto “xipitecas”), todos con muy buen humor y ganas de convivir. En el imaginario de los asistentes estaba presente Woodstock, el festival que dos años atrás (18 de agosto 1969) había resultado todo un “happening”. Aquel estuvo muy bien organizado: el boleto incluía un espacio para dos sleeping bags, había tiendas artesanales de objetos indios y circulaba el LSD. En cambio, nuestro magno evento rockero fue “a la mexicana”, casi improvisado: faltaba agua para beber, comida y no había baños. Ya anocheciendo, llegaron los coches con los juniors chilangos y su desmadre. Quisieron agandallarse, metiéndose hasta adelante, empujando a toda la multitud, por lo que cayeron tiendas de campaña y nuestras “chozas”. Era este otro aspecto de la “onda”, el “desmadre”, tan bien descrito en las novelas de José Agustín: la libertad sin frenos, el goce sin moralina (el rigorismo moral propio de los años 50’s en la que sus padres los criaron). Entre tanto, seguían llegando más y más chavos. Luego se calcularía que habrían estado unos 200,000. Ya para entonces, se había desatado el aguacero. La mayoría no veníamos preparados, así que nos tocó gozar la mojada. Los altavoces difundían la nueva música en su versión mexicana, a veces con interrupciones por a fallas técnicas o pidiendo orden, sin faltar leves alusiones al movimiento estudiantil de tres años atrás y reiterado en el “halconazo” de junio pasado. 

La marihuana circulaba libremente. El ejército sí estuvo presente; pero con la consigna de no molestar a quien la fumaba. Incluso en los altavoces aconsejaban consumir mejor marihuana y no otras sustancias más riesgosas, y ofrecían atención médica. Donde quiera que se dirigiera la mirada percibía escenas inauditas: muchachos semidesnudos, abrazos y “agasajos”, gente bailando o coreando “rolas” ya conocidas. Había un ambiente de libertad y camaradería, lo cual llamaba la atención dadas las incomodidades y la precariedad (falta de alimentos, agua, lluvia, lodo). Todo mundo se desvivía por el goce colectivo -sin faltar el clásico ofrecimiento “corre la bacha”-, cuando, lo más probable en casos de escasez extrema, era el agandalle y el egoísmo (“que cada quien se rasque con sus propias uñas y el que tenga más saliva que trague más pinole”). A las 3 de la mañana, tocó el turno al “Three Souls in my Mind”, ya me estaba preocupando el regreso, pues no traía vehículo. Se decía que Echeverría había enviado unos camiones; pero eso era claramente insuficiente. Perdí a mis compañeros y buscándolos, pasó un coche ofreciendo un lugar. De inmediato me agarré del picaporte. Así pude llegar temprano a la Ciudad de México. 

Después de un breve descansito, le telefonee a Manuel Acevez, director de la revista mensual ondera “Piedra Rodante”, de la que yo era colaborador -y ahora, reportero-. Platicamos sobre el concierto y Manuel me ordeno: –“¡Maestro!, Escribe de inmediato tus impresiones y me las traes, pues queremos sacar pronto las primicias”-. De un tirón escribí un breve texto y se lo llevé y luego regresé a dormir. Por la mañana me sorprendió el horrible linchamiento mediático, una verdadera orgia de reporteros “chayoteros”, con puras estupideces y majaderías. Se esperaría que, dada la importancia del evento, los periódicos hubiesen enviado a analistas con estudios sociológicos o sicológicos ¡¡¡Doscientos mil muchachos pasaron una noche tormentosa, escuchando rock y fumando mota, sin que se tuviese que lamentar ningún incidente!!! Luego comprendí que había consigna, pues Avándaro fue la arena en donde medían sus fuerzas el presidente Echeverría y el gobernador del Estado de México, Carlos Hank González, de sospechosos nexos con el negocio de las drogas. Mes y medio después -por fin- salió el número de Piedra Rodante dedicado a Avándaro. En medio del escándalo farisáico salió mi ingenuo articulito, “Dios quiso que lloviera para unirnos más”.

– II –

El título mismo del artículo me evidencia como creyente. El Concilio Vaticano II había afirmado que los “signos de los tiempos” eran un “lugar teológico” (es decir, estaban al mismo nivel que la Escritura o la Tradición): Jesús había criticado a discípulos de extracción campesina, porque, mientras podían descifrar acertadamente los “signos de los cielos” para pronosticar el clima (“las nubes de oriente predicen la lluvia y el viento del sur, que hará calor”), no sabían, empero, interpretar aquellos fenómenos significativos que señalan por dónde el Espíritu está señalando la marcha de la historia. Yo, prácticamente salido del seminario, estaba necesitado de descubrir el “mundo” profano y posicionarme desde los signos que me parecieran más heurísticos, y cuando por azar, me ví vinculado a uno de los grupos más representativos del amplio espectro “ondero”, me parecía muy probable que este fenómeno fuera uno de esos “Signos de los Tiempos”. Por eso me preguntaba cómo estaría mirando Dios nuestro Concierto de Avándaro.

Seguramente, Dios no lo miraría con esos ojos linchadores de los mass-media convenencieros. Seguramente, Él amaba a estos jóvenes de nueva generación y constructores del futuro. Había que descubrir qué era lo que daba unidad a ese aparente caos e, incluso, detectar los elementos sacrales del evento. El Concilio había abierto las ventanas a la Modernidad, para que entrase en la Iglesia el frescor y ese aire era “secular”. Pero, sorprendentemente, los “xipitecas” ahora me pedían que les prestara mi “túnica” (sotana), justo cuando, el Papa Pablo VI acababa de autorizarnos a los nuevos clérigos estudiantes en Roma, quitarnos la sotana y cambiarla por el “Clergeman”.  Los sacerdotes “modernos” nos sentíamos muy cómodos con la secularización de la fe, liberándonos del ritualismo mistérico; pero ahora, estos chavos a quienes yo consideraba la vanguardia (alternativa a la de sus coetáneos, los estudiantes revolucionarios del 68), estaban ávidos de sacralidad. Como sacerdote y como Antropólogo de la Religión, vi en Avándaro un evento cuasi religioso: inició con el ritual de una penosa peregrinación al lugar sagrado, y terminó con el terrible éxodo del retorno. Se palpaba -casi se tocaba- la sensación de unidad que traspasaba culturas y clases sociales; el éxtasis colectivo, que tenía algo de orgía sacral, favorecido por ciertas sustancias tabú (y como sucedía en los rituales festivos totémicos, se ingería ritualmente su tabú). Avándaro fue, ante todo, una fiesta patronal. A diferencia de Woodstock -y lo mismo en cualquier fiesta anglosajona-, el evento congregó a muchas individualidades o a lo más, parejas y pequeños grupos; pero en México, la fiesta compromete a todo el pueblo. Aquí las individualidades se diluyen en un único sujeto colectivo, donde se contagian sentimientos, se olvidan afrentas y se da cabida a la euforia. En el “tiempo de fiesta” se diluyen fronteras (como la de día y noche, trabajo y ocio); se olvidan las diferencias raciales o clasistas para recuperar la unidad primigenia de la tribu.

Seguramente, tampoco Dios veía el festival con los ojos de la izquierda “sesentaiochera” -a tres años del “Tlaltelocazo” y a tres meses del “halconazo”-. Para ese gran movimiento estudiantil revolucionario -y especialmente, para sus intelectuales dirigentes-, Avándaro se leyó como mero mimetismo del hipismo “gabacho”, y nos tachaban de dejarnos manipular por la colonización imperial que enajenaba a los jóvenes para impedir su toma de conciencia revolucionaria. Quizás haya mucho de verdad en esa crítica; pero recordemos que Marx apenas conceptualizó la “cultura”, y quien sí lo hizo fue un marxista italiano, Antonio Gramsci, quien pensaba que cuando la situación fuese demasiado rígida para trabajar en los campos económico o político, y hay condiciones para avanzar en los aspectos culturales (y no posponerlos para después de la toma del poder, pues entonces fácilmente se deriva en dictaduras). en esos casos, una contracultura podría arrebatarle la dirigencia al grupo hegemónico, dejándole a este tan sólo la dominación, con lo que quedaría debilitado.  

La semejanza entre Woodstock y Avándaro es innegable -las mismas imágenes, los mismos símbolos, el mismo ritmo musical, los mismos ídolos ya internacionales-; pero su significado denotaba algo muy diferente. En Woodstock, la mayoría de los asistentes pasaba los 30 años, pertenecían a la clase media sajona, con mentalidad y hábitos de organización (el boleto daba derecho a un espacio para dos sleeping-bags, con buen nivel de vida y dólares para comprar las chucherías indias que se vendían en las boutiques allí instaladas). En Avándaro los asistentes eran chavitos subproletarios, de las prepas o vocacionales, que no tenían satisfechas algunas de sus necesidades primarias, y que su “feria” no les alcanzaba ni para la mota, por lo que se drogaban con cemento flexo. La juventud estadounidense protestaba contra la violencia de la guerra en Vietnam, de manera semejante como la juventud mexicana protestaba contra la aún reciente represión estudiantil. El “dropp-out” (salirse de la casa familiar), que en Estados Unidos era algo normal al cumplir la mayoría de edad, y que incluso, se tenía derecho a un subsidio económico, no representaba el dolor de dejar la peculiar familia mexicana -cálida y cercana; pero posesiva y moralista-, por lo que “pirarse de la casa” significaba quedarse a la deriva, sin seguridades ni protección, y por lo mismo, los chavos y las chavas se acogían a las buhardillas de las azoteas de las casas de la clase media urbana, para hacinarse con otros muchachos y muchachas de condiciones semejantes. Haciendo de la precariedad poesía, al no poder pagar un cuarto, descubrían la calidez de la comuna; al no poder comer carne, se hacían vegetarianos; a falta de agua, criticaban el hábito burgués del baño diario, y al no tener dinero para ir de compras, criticaban el consumismo del Sistema (Stablishment). Para conseguir la droga, los hippies gabachos tuvieron que buscar un “dealer” entre los afroamericanos, y gracias a ellos, conocieron mejor a los discriminados “negros”; mientras que aquí, los jóvenes peregrinaban con los huicholes a la meseta de Viricota, en el desierto potosino zacatecano, para probar el peyote (de venta legal), o bien, iban a Huautla de Jimenes a comer los hongos, guiados por alguna chamana como María Sabina y así conocieron y admiraron la cultura mazateca. De modo que fue normal que, en Avándaro, los xipitecas recibieran bien a los mariguanos de piel bronceada. Piedra Rodante publicó la foto de un joven moreno de larga cabellera, a caballo. En Avándaro, el idealizado “México Profundo” eran estos chavos albureros de Tepito, de Ixtapalapa o de la Guerrero. 



La droga misma era diversa y tenía otra connotación. La marihuana entró a América por Acapulco (la “golden”), procedente de Filipinas, de donde se exportó al país del Norte. Los alucinógenos de allende la frontera eran el LSD y la cocaína; mientras que aquende la frontera, eran el peyote y los hongos alucinantes, y para obtener estas plantas, tuvieron que irlas a buscar a las “zonas de refugio” indígenas y, de paso, incorporaron a su apariencia algunas prendas autóctonas (morrales, jorongos, huipiles, huaraches, manta). Por estas razones yo los bauticé con el nombre de “xipitecas”, de connotación tribal, por sus acercamientos transculturales (de indígenas, “gabachos” y de “peladitos” chilangos).

 Nodal en toda cultura subalterna es la lengua, el primer signo de identidad. Frecuentemente se niega la voz a las minorías contraculturales; pero su palabra, pugna siempre por hacerse oír. El caliche original (versión alternativa al “slang” gabacho), fungió, al decir de Parménides García Saldaña, “como puñal y como escudo”. Acuñado frecuentemente en las cárceles, esta jerga se utilizaba, tanto para ocultar actividades u objetos ilegales o mal vistos, cuanto como medio para el reconocimiento de su población. Pero si la voz está amordazada, la palabra pugna por gritar y hacerse oír, y los “onderos” aprendieron a hacerlo con el medio más adecuado, el rock. Mutando el blues triste y nostálgico de los esclavos negros del norte, el rock &roll se difundió con la toma de conciencia de los movimientos por los derechos humanos, después del asesinato de Martín Luther King. Elvis Presley lo pasó a los blancos clase media, fue enriquecido en versiones sicodélicas de gran tecnología, y fue así que llegaron a México traducciones domesticadas de algunas rolas. Pero faltaba la voz musicalizada de la protesta cultural ondera, el rock mexicano. Por supuesto, no era posible una traducción literal de rolas gringas, pues el inglés es monosilábico, mientras el español es bisilábico, y la sintaxis condiciona el ritmo musical. Producir rock mexicano significa pensar en español y decir lo que, para la juventud mexicana -en especial los “chavos banda”- tienen necesidad de gritar, y esto fue lo que Alex Lora supo captar. El rock, desde sus orígenes negros tiene connotación contracultural, y en el México de entonces, cuando en los 50’s la educación había sido hipócritamente moralizante, los oídos de muchos radioescuchas estaban bloqueados a lo que los jóvenes de entonces realmente expresar. Avándaro posibilitó que el rock mexicano se quitase la mordaza y pudiera gritar su Palabra; fue su presentación, su consagración y su reconocimiento. Ahora la contracultura conquistaba los media, pues las disqueras descubrieron que la música contestataria podía domesticarse, si se presentaba en conjunto con otros géneros musicales, de modo que el rock se convirtió (nuevamente cito a Parménides) en “el gran negocio del siglo XX”.

 Quizás el sentimiento predominante en Avándaro fue la conciencia de libertad absoluta. Después de las recientes experiencias de represión (Tlaltelolco y el “halconazo”), los jóvenes estaban urgidos de sentirse libres e intuyeron que el concierto en Avándaro podría posibilitarlo, tanto por la lejanía del valle y la falta de condiciones, como porque no se preveía mayor riesgo de represión política. Durante 50 horas, la gran tribu ondera pudo experimentar el lo que significa hacer lo que pidieran los deseos, sólo acotados por el respeto a la libertad de los demás. Había un acuerdo implícito en que todos la pasáramos bien (“Paz y Amor”) y, por tanto, habría que evitar agresiones y malas vibras. Naturalmente no faltaron pequeñas riñas y escaramuzas; pero fueron excepción y controladas por los asistentes mismos. Se podía fumar la mota en público, y “no había tos” (los militares se hacían presentes; pero no molestaban a quienes veían fumando mota sin hacer desmanes). Cualquiera podía hacer lo que le pegara en gana: danzas improvisadas para exorcizar la lluvia, abrazos y “agasajos” e incluso, desnudarse en público. De hecho, una muchacha se subió al techo de la camioneta de sonido y obsequió a la multitud con un buen “streap-tease”: Se le dirigieron las luces, nadie se molestó y al terminar, alguien le pasó una cobija. Se compartían sentimientos comunes de alegría, entreayuda y respeto.

La droga fue el pretexto para la alarma y el escándalo entre la opinión pública. No se puede negar que el consumo de estas substancias produce efectos nocivos para la salud, como puede constatar con algunos de estos muchachos (por cierto, también lo hace el tabaco, el alcohol, el café y los somníferos); pero la marihuana tampoco puede ser considerada a la par de las drogas heroicas. Su desconocimiento fue aprovechado por organismos evangélicos estadounidenses que promovieron aquí y allá, sendas campañas antifanáticas y antialcóholicas, que además de prohibir el consumo del alcohol, fomentaron la persecución religiosa. Fueron los tiempos de los gangsters, de Alcapone. El alcalde de Nueva York Fiorello La Guardia, entre 1934 y 1945, encargó una investigación exhaustiva y en su célebre informe, concluyó que la marihuana es, incluso, menos dañina que el alcohol. Pero la política prohibicionista continuó en México hasta la década de los cincuentas, cuando sospechosamente cobró mucho auge. Yo fui testigo de algunos amigos xipitecas que fueron encerrados en el Palacio Negro de Lecumberri por habérseles encontrado un poco de marihuana, y en la cárcel se relacionan fácilmente con los verdaderos traficantes, que tratarían de engancharlos. Por eso, dos meses después del Festival de Avándaro, escribí un artículo en la Revista Piedra Rodante (“Cultura Pop y represión”, noviembre 1971), proponiendo que esta droga se considerase como un problema de salud pública, como ahora se está legislando, y no con tratamientos de tipo policiaco. Avándaro pudo ser considerado como un experimento sicosocial: Una congregación de centenares de miles de jóvenes, abandonados al libre consumo de marihuana, pasaron un par de días sin que hubiera que lamentarse daños graves. Aunque no tuve acceso a partes médicos, que yo sepa, no se reportaron casos de gravedad, y se reportó saldo blanco. Algo inconcebible si en una congragación multitudinaria similar se hubiera consumido alcohol en condiciones similares. También hay que reconocer que el estado de paz y bienestar se obtiene mejor con otros medios, como la meditación y la oración, y viene bien recordar la advertencia del Papa Pablo VI, de que las drogas y el alcohol “ponen en peligro la debilísima sensibilidad ante el misterioso influjo interior del Espíritu Santo a la que están destinados los Carismas, los Dones y los Frutos de la Gracia”

En resumen, Avándaro sigue siendo hoy un parteaguas para el rock mexicano y una identidad entre quienes participamos de las ideas y actitudes más auténticas de aquellos tiempos; pero creo que también a las generaciones actuales que aún no habían nacido cuando aquel festival y a quienes probablemente les toque tiempos distópicos, Avándaro puede proporcionarles los necesarios sueños utópicos -como el de la Era Acuario-, que siempre dan esperanza, con tal que tengamos el claro realismo de saber que esto no nos bajará de las estrellas, sino que nosotros tenemos que irlo construyendo con esfuerzo y conciencia, como lo intentamos la generación de entonces.


Enrique Marroquín (1939) es un sacerdote, antropólogo y escritor mexicano, figura clave en la contracultura de La Onda en México e impulsor de la Teología de la Liberación. Entre sus obras podemos encontrar «La Contracultura como protesta» (1975), donde bautizó a los onderos mexicanos como «xipitecas».

Publicado originalmente en el Facebook del Padre Marroquín, 8 de septiembre de 2021.

Poeta Lawrence Ferlinghetti, «uno de nuestros ángeles radicales»

Lawrence Ferlinghetti (poeta, periodista, dramaturgo, ensayista y pintor) nació el 24 de marzo de 1919 en Nueva York. Su padre fue un inmigrante italiano que falleció antes del nacimiento de Lawrence, y a los 2 años de éste, su madre tuvo un quebrantamiento mental que la incapacitó para hacerse cargo del hijo. El niño fue atendido por sus tíos Ludvico y Emily, con ella vivió varios años en Francia, hasta su posterior regreso a los Estados Unidos, donde creció en un orfanato de Manhattan.

Por José Vicente Anaya

Esta antología, Vida infinita: poemas selectos, del poeta beat Lawrence Ferlinghetti fue publicada en inglés (Endless Life: Selected Poems) en 1981 por la muy prestigiada editorial estadounidense New Directions. La selección fue hecha por el propio poeta a partir de ocho de sus relevantes libros, que fueron publicados entre 1955 y 1979. Con estos datos, es fácil deducir que el criterio de Ferlinghetti para elegir los poemas es consecuencia de puntos de vista que toman en cuenta las cualidades poéticas y la historia de su propia obra, y una formidable observancia en la calidad. También, en lo hasta aquí dicho, se trata del mejor libro para apreciar el desarrollo de 24 años de vida poética en Ferlinghetti, durante el entusiasmo de la revolución poética que realizaron los miembros de la generación beat en los Estados Unidos. La traducción al español de esta obra se debe a la muy buena experiencia y disciplinado trabajo que ha hecho el poeta Eduardo Hidalgo.

Lawrence Ferlinghetti (poeta, periodista, dramaturgo, ensayista y pintor) nació el 24 de marzo de 1919 en Nueva York. Su padre fue un inmigrante italiano que falleció antes del nacimiento de Lawrence, y a los 2 años de éste, su madre tuvo un quebrantamiento mental que la incapacitó para hacerse cargo del hijo. El niño fue atendido por sus tíos Ludvico y Emily, con ella vivió varios años en Francia, hasta su posterior regreso a los Estados Unidos, donde creció en un orfanato de Manhattan.

Entre 1937 y 1941, Ferlinghetti estudió periodismo en la universidad de Carolina del Norte y, posteriormente, hizo un doctorado en La Sorbona, en París, Francia. Durante varios años ejerció su oficio de periodista en periódicos y revistas.

A parir de la década de 1950 se estableció en la ciudad de San Francisco, California. Entre sus primeros amigos estuvieron el maestro de generaciones poéticas Kenneth Rexroth y los futuros poetas beat Philip Lamantia y Robert Duncan, con quienes compartió ideas políticas y filosóficas formando parte del Círculo Anarquista. Desde entonces, el poeta se ha considerado «un anarquista de corazón». Por esta experiencia, es notable que a lo largo de su vida Ferlinghetti ha sido un notable opositor a las guerras de Corea, Vietnam y otras; y simpatizante de la Revolución Cubana y el Sandinismo de Nicaragua así como de Salvador Allende y del Ejército Zapatista de Liberación Nacional de Chiapas, México, y se ha manifestado en contra del poder nuclear en su país.

Su entrada a la generación beat empezó en la década de 1950 por sus coincidencias con sus amigos poetas de San Francisco, donde, además de los antes mencionados trabó amistad con Allen Ginsberg, Gregory Corso, Jack Kerouac y otros; aunque alguna vez haya dicho, como William Burroughs, que él no es beatnik. No obstante, con toda razón, se ha dicho que la generación beat  ha sido un «invento» de Ferlinghetti, ya que en su editorial y librería City Lights (fundada en 1952), en la colección «Pocket Poets Series», ha publicado a muchos beats, para empezar, el famoso Aullido y otros poemas de Ginsberg (por el cual tuvo que enfrentar un juicio acusado de atentado a las buenas costumbres junto con el autor), así como libros de Philip Lamantia, Peter Orlovsky, Gregory Corso, Denise Levertov, Diane di Prima, William Burroughs, Robert Duncan, Frank O’Hara, Janine Pommy Vega, Bob Kaufman, Gary Snyder, Michael McClure y el mismo Ferlinghetti. Se trata de una colección de libros de bolsillo que abrió la perspectiva de una verdadera nueva poesía en los Estados Unidos y en el mundo.

En los Estado Unidos, se ha dicho que Ferlinghetti «es uno de nuestros ángeles radicales y un verdadero bardo» (bardo: poeta heroico de la cultura celta). Su obra no tiene discusión, y esta antología es la mejor muestra, no solo la selección es excelente, sino que también destacan poemas singulares como «Autobiografía» que en el orden de la cultura cotidiana de los Estados Unidos y el mundo hace un paseo por sucesos determinantes y personales. En el poema «Manifiesto Populista», arenga a los poetas insustanciales: «Poetas, salgan de sus clósets / Abran sus ventanas, abran sus puertas, / Han estado encerrados mucho tiempo / en sus inaccesibles mundos». Lo que nos recuerda otra proclama del Príncipe de los Poetas, Friedrich Hölderlin, en términos de una contraparte porque es un llamado combativo: «¡Poetas! ¡Despierten a los aletargados! / Legislen contra las leyes opresoras, / traigan la vida. / ¡Poetas! ¡Acepten su condición de héroes y vencerán, / pues tal como Baco, sólo ustedes / tienen derecho a la victoria». También llama la atención el poema «Elegía para disipar la penumbra» por el asesinato del alcalde George Moscone y el concejal Harvey Milk: «No es tiempo de sentarse en el piso / y contar historias tristes / sobre la muerte y la cordura. / Dos humanos hechos de carne / son ahora carne muerta / y no es necesario decir más. / Es pura vanidad / pensar que toda la humanidad / se bañe en rojo / porque un joven loco / un hombre tan malo / perdió la cabeza». Protesta de hechos ahora tan abundantes en nuestro tan atropellado mundo.

Solo por mencionar uno de sus notables libros, A Coney Island of the Mind ha vendido más de un millón de ejemplares.

Para Ferlinghetti México ha sido un especial atractivo, donde ha vivido estancias y viajes, al igual que otros beats (Ginsberg, Kerouac, Lamantia, Diane di Prima, Marge Piercy, ruth weiss). En su libro La noche mexicana, a la manera de diario de viaje, comenta sus estancias en Baja California (Tijuana, Ensenada, Mexicali) y el sur (Ciudad de México, Oaxaca, San Miguel de Allende, Uxmal) entre las décadas de 1950 y 1960. Años después recuerdo que realizó dos lecturas en el Palacio de Bellas Artes, a la primera (tendría yo 24 años de edad) asistí como público; en la segunda (febrero 26 de 2004), fui uno de sus presentadores, con el antecedente de compartir el almuerzo y una amena y larga conversación. Aunque más breve, intercambiamos palabras en 1977 después de una lectura de Allen Ginsberg en un auditorio de la Universidad de San Francisco donde, al presentarme como un poeta mexicano, él, muy contento, comentó: «La última vez que estuve en México viajé, con el joven poeta Oscar Oliva, a Cuernavaca, donde comí unos hongos alucinógenos y cabalgué en un brioso caballo por el campo». De La noche mexicana recojo estas palabras: «Perdóname si desaparezco en México, portando una máscara y extraños tirantes».

La traducción que ha hecho el poeta Eduardo Hidalgo de Vida infinita: poemas selectos es, para decirlo sencillo: excelente, pues los poemas se leen como si hubieran sido escritos originalmente en español, ejemplo de las mejores traducciones de poesía. Ésta es la mejor cualidad que podemos atribuirle a esta antología. Habría que agregar que este poeta traductor tiene una formación intelectual muy sólida en el estudio y conocimiento de la literatura y los idiomas inglés y francés.

Los libros de donde se seleccionaron los poemas de esta antología son: Pictures of the Gone World [Imágenes del mundo desaparecido] (1955), A Coney Island of the Mind [Un Coney Island mental] (1958), Starting from San Francisco [Partir de San Francisco] (1961), The Secret Meaning of Things [El significado secreto de las cosas] (1968), Open Eye, Open Heart [Ojo abierto, corazón abierto] (1973), Who Are We Now [Quiénes somos ahora] (1976), Northwest Ecolog [Ecología del Noroeste] (1978), y Landscapes  of Living & Dying [Paisajes de vida y muerte] (1979).

En el año 2018 Ferlinghetti llega a los 99 años de edad. Sigue intelectualmente lúcido y escribiendo. En el 2016, el periodista Iker Seisdedos en el periódico El País, de España, le preguntó si seguía escribiendo, y Ferlinghetti respondió: «Un escritor no se retira hasta que no puede sostener el bolígrafo».


Nota

Este texto, hasta ahora inédito, fue escrito por José Vicente Anaya (1947-2020) a principios de 2018, y es el prólogo de la antología Endless Life – Vida infinita de Lawrence Ferlinghetti. Se trata de una selección de 85 poemas, seleccionados por el propio Lawrence, de ocho de sus libros de poesía. La traducción estuvo a cargo de Eduardo Hidalgo (México, D. F., 1982), escritor, docente y traductor. El desarrollo de este proyecto se llevó a cabo entre 2016 y 2018 en el programa de posgrado Maestría en Producción Editorial de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos.

Este libro continúa inédito hasta la publicación de este prólogo.


Música y poder

El artista, el músico, al igual que otros productos del sistema capitalista, corresponde a una mistificación del sujeto productor del sonido físico. El fetiche opera en dos canales: a partir de la imagen del músico como un ser aparte del mundo, con esa aparente vida propia insuflada a partir de un aura de divinidad hechiza que le caracteriza.

Para John Blacking, la música se constituye de “sonido humanamente organizado”, sentido que, para él, la voluntad humana es instituyente de creación y organización bajo determinadas formas el sonido existente o potencialmente existe en el mundo. De hecho, en Blacking, hay una defensa insistente a lo largo de su obra más conocida ¿Hay música en el hombre? Respecto a su búsqueda de relación entre los patrones de organización social humana y los patrones de sonido resultado de la interacción organizada (Blacking,1973:69).

Así mismo, piensa que la música puede expresar actitudes sociales y procesos cognitivos cuando es escuchada por oídos preparados y receptivos que han compartido o comparten de alguna manera las experiencias culturales e individuales de sus creadores (Blacking, 1973:111). Aunque el objetivo de este texto no es probar la veracidad de las tesis de Blacking, sino analizar la idea de cómo la música, durante el siglo pasado y el presente, se ha convertido en un vehículo de ejercicio del poder por parte de quienes controlan su concepción, producción, comercialización y distribución al público mayoritario. Tampoco me propongo hacer una historia de este fenómeno, sino de ser posible, entender cómo el poder fluye y se asienta en las actitudes de los oyentes, que pese a lo distintos que puedan ser entre sí, manifiestan actitudes similares, que por lo general conduce a la de ser un oyente-consumidor pasivo.

En este ensayo, poder se define a partir de  Richard Newbold Adams como “la capacidad para lograr que alguien haga lo que nosotros queremos mediante nuestro control de los procesos energéticos que le interesan” (Varela, 2002 :91).

 No busco tampoco detallar cuales son específicamente los “procesos energéticos” que se controlan por parte de quienes manejan o controlan el mercado de la música, dado que es un tema con una amplitud que rebasa este modesto trabajo. Más bien, la idea es exponer a la luz de los autores en juego, cómo la música es un motivador de actitudes, acciones sociales, formas de consumo y asociación humana. El poder en este caso como control de procesos energéticos, se concentra en la idea de la conducción del gusto mayoritario a ciertos mercados, formas musicales y preferencias estéticas, las cuales son de hecho una forma de conducción social o control mediante mecanismos y aparatos de difusión encargados de esto.

 La música es en términos burdos, sonido, ondas sonoras que viajan a través del aire y que son percibidas por nuestro organismo gracias a que contamos con un órgano receptor capaz de decodificar estas ondas en impulsos eléctricos interpretados por nuestro cerebro. Como tal, la música es una manifestación de la física de nuestro universo que obtiene significado a través de las complejas estructuras mentales que nuestro cerebro ha generado.

Jacques Attali, menciona que la música es “[c]iencia, mensaje y tiempo, la música es todo eso a la vez; pues ella, por su presencia, es modo de comunicación entre el hombre y su medio ambiente, modo de expresión social y duración” (Attali,2011: 19). En parte a ello se debe el enorme éxito que la música ha tenido como comunicador de toda gama de expresiones humanas, desde las más abstractas, hasta las más concretas. La música también ha tenido un enorme éxito como aglutinante de mensajes políticos, lo que es más no solo como vehículo de mensaje político, sino como una manifestación de este. Bajo esta lógica es responsable de la forma y objeto de normativización de los sujetos desde quienes ejercen el  poder en una sociedad. Attali cita el caso de Carlomagno y el canto gregoriano, estableciendo la unidad política y cultural de su reino mediante la imposición del canto gregoriano. Así mismo, en China la música del palacio recibía una gran inversión estatal, tan así que el emperador autorizaba las formas de música asegurando el buen orden de la sociedad y con la prohibición de aquellas que pueden inquietar al pueblo (Attali, 2011:25-26).

La Biblia marca un precedente también al señalar a la música como un marcador de momentos sociales, políticos o normativos, su presencia es un marcador de actitudes cambios en la actitud de los seres humanos. El libro del Éxodo narra el momento en que Moisés descendió de la montaña Sinaí con las tablas de la ley y al encontrarse con el juez Josué, este le dijo:

“[…] No suena a cantos de victoria, ni tampoco suena a lamentos de derrota. Lo que oigo suena a cantos de otro tipo”.

(Éxodo 32: 18)

La idea subyacente detrás de este pasaje tiene que ver a la extraña naturaleza de lo que podía ser el sonido de ese “canto”, lo que por supuesto, los alertaba acerca de la desviación a la norma religiosa que estaba sucediendo en ese momento en el campamento judío. Este ejemplo muestra de una manera clara, cómo para un marco social, la música suele marcar ciertas condiciones de “normalidad” social y religiosa en este caso, relevantes para el momento en el que las acciones involucradas se llevaban a cabo, es decir, la desviación del pueblo judío de las normas de Dios.

Sin embargo, me salta a la vista la pregunta ¿Sucede lo mismo con la música en el contexto capitalista global que vivimos hoy en día, en el que la música se ha transportado a distintos ámbitos de la vida social, con mayor diversificación que en la antigüedad? Y no solo eso, sino que también es pertinente que un análisis tome en consideración el fenómeno de hiper individualización del consumo de la música a partir de su venta y consumo en masa desde que comenzó a ser grabada y vendida como producto de consumo cultural desde la primera mitad del siglo pasado.

 La primer banda o grupo de jazz que logró grabar su música fue la Original Dixieland Jass Band, en el año de 1917. Dicho grupo lo lideraba un norteamericano de origen italiano llamado Nick LaRocca (Odjb.com, 2017). Esto inició la era de la música popular grabada, que se incrementó durante la época de las Big Bands a mediados de la primera mitad del siglo pasado. Notoriamente, el relato historiográfico dominante de la música popular del siglo veinte, siempre empieza en la década de los 50, como si la posguerra fuese el inicio de la gran fiebre comercializadora de la música popular hasta hoy. Y en cierto modo lo es. La época anterior de las Big Bands y de los virtuosos músicos de Jazz como Dizzie Gillespie, Charlie Parker o Duke Ellington, habían satisfecho más bien la demanda de un mercado enfocado en los adultos, dada la dominación adulta del poder adquisitivo en la época y en el que el mercado se concentraba primordialmente. La ruptura llega en los años sesenta y autores como Michael Ochs, lo describen de la siguiente manera:

Los sesenta fueron los años de la guerra, y no solo en Vietnam. En Estados Unidos hubo una guerra total entre la adolescencia y la adultez. Éramos NOSOTROS contra ELLOS. Estados Unidos tenía cabello largo, amor libre, conciencia expandida, nuevos máximos, nuevos mínimos, nueva ropa y música. ELLOS eran cuadrados, heterosexuales, egoístas, arcaicos e imperialistas. Todo esto se comunicó a través de la escena musical en expansión.

(Ochs, 2015: 6).

Con la ruptura generacional, viene la idea de cambiar el mundo. Con la llegada del hipismo y la “contracultura” de los 60, lo que parecía ser un gran tsunami revolucionario que abanderaba el cambio de raíz en todo aspecto de la realidad de la sociedad, terminó absorbido por la materialidad y la capacidad aprovechadora del capitalismo. Gran parte de la tesis del primer capítulo del libro “Rebelarse Vende” de Joseph Heat y Andrew Potter, analiza este fenómeno (Heat y Potter, 2009).

Solo basta zambullirse en los principales hits de los años 60 para entender cuál era la dinámica musical-cultural. Fortunate Son de Creedence Clearwater Revival, Volunteers de Jefferson Airplane, Foxey Lady de Jimi Hendrix, Sympathy for the Devil de los Stones, el Álbum Blanco de los Beatles y 21th Century Schizoid man de King Crimson son muy contados ejemplos que nos hacen ver cuál era el panorama ideológico del momento. ¿Qué tiene que ver eso con el poder? La idea no es desvelar una gran conspiración del mercado capitalista mundial para controlar la música y su mercado, con el fin siniestro de controlar la mente humana. La idea es más bien, entender cómo las tendencias del mercado capitalista, se han hecho de la naturaleza humana juvenil para rehacerla y reaprovecharla hasta convertirla en su mercado más fuerte, poderoso, vigoroso y lucrativo (y ni decir que incluso la fuente de su eterna juventud-identidad actual).

Desde que se inventó el cilindro de fonógrafo, hasta las modernas plataformas de música streaming, como Spotify, la música pasó del espacio de la solemnidad de las salas de ópera, de la energía lúdica del festival en un barrio proletario, al paquete de la privacidad, la calma y el solipsismo de la interpretación personal. La música ha tenido el poder de durar décadas cristalizada en un solo estado. Podemos escuchar a detalle el día de hoy la espaciosa y fría intelectualidad de Kind of Blue de Miles Davis tan fresca como en 1959. Encuentra nuevos espacios de reproducción y los significados van mutando. Los sonidos físicos y materiales siguen siendo los mismos, pero sus interpretaciones no.  No es lo mismo aquel que tenía el año de su presentación al mundo, ante el núcleo de músicos y especialistas en el tema que veían en este disco una revolución en el género, a la forma en como un usuario promedio, cultivado en un snobismo propio de quienes escogen escuchar jazz a reggeaton, interpretan la experiencia sonora de la obra de Miles.

Pero el poder de trasformar la realidad del escucha sigue ahí, intacta y su cualidad como producto, como veta monetaria, también sigue intacta. El fetiche de la mercancía, tal como lo describió Marx, sigue siendo ese fantasma que cubre a los objetos de un misticismo que no deja ver sus cualidades reales, pero se disfraza de distintas cosas, según el requerimiento del consumidor. La “mistificación” del sonido es de hecho un envoltorio subjetivo y personal, pero también una imposición cultural.

“Por eso, si queremos encontrar una analogía a este fenómeno, no tenemos más remedio que remontarnos a las regiones nebulosas del mundo de la religión, donde los productos de la mente humana semejan seres dotados de vida propia, de existencia independiente, y relacionados entre sí y con los hombres. Así acontece en el mundo de las mercancías con los productos de la mano del hombre. Y a esto es a lo que yo llamo el fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo tan pronto como se crean en forma de mercancías y que es inseparable, por consiguiente, de este sistema de producción”

(Marx, El Capital, Lib. I, t. I)

El artista, el músico, al igual que otros productos del sistema capitalista, corresponde a una mistificación del sujeto productor del sonido físico. El fetiche opera en dos canales: a partir de la imagen del músico como un ser aparte del mundo, con esa aparente vida propia insuflada a partir de un aura de divinidad hechiza que le caracteriza. Así, pasamos del músico paria, del creador de arte cuya vida personal e infortunios no son la preocupación principal del escucha, a un ser de características cuasi-divinas que no solamente aporta creaciones lirico-musicales al mundo, sino que dicta conductas, formas de vestir, de conducción ante la realidad y actitudes sociales, políticas, religiosas y políticas. En muchos casos, sustituyen a los modelos religiosos tradicionales en cuanto a roles de conducta, formas de vivir la religiosidad y lugar a donde dirigir la devoción, en lugar de a las deidades tradicionales

El segundo canal es el producto que vende. Pasamos de una época en la que se vendía el acetato, el disco como una adquisición que pasó de ser un simple producto a vender todo un mercado de actitudes y formas de ser, que como ya bien mencioné, vienen aparejadas con una suerte de eidolon ¿En qué momento pasamos de la muerte de ciertos personajes como sucesos tristes, trágicos o sencillamente dolorosos, a hilar teorías de conspiración, esculpir mitos y crear actitudes ante la vida como estarían cristalizadas en la muerte de ídolos del grunge como Layne Staley y más conocido el caso de Kurt Cobain? ¿De qué manera opera el poder y el ejercicio dirigido y consciente desde ahí? ¿Cuál es su naturaleza? ¿Existe o se puede hablar de un poder? Imposible a estas alturas no hacer esta distinción: El poder que la música como manifestación sobre sujetos humanos como tales moldeando sus actitudes y perspectiva ante la vida es aquel que viene dictado desde la lógica del mercado y la distribución del arte cristalizado en productos.

Este segundo aspecto está bien expuesto en la forma en cómo el consumo y los hábitos asociados y la venta de música llevaron a los productores de discos todos estos años a modificar sus formas y concepciones de distribución. A este propósito, la definición de Newbold Adams respecto al poder, hace aparición en cuanto a que poder es “la capacidad para lograr que alguien haga lo que nosotros queremos mediante nuestro control de los procesos energéticos que le interesan” (Varela, 2002:91).

Este poder a menudo parece estar centralizado en un lugar en el imaginario popular. Sin embargo, es una larga red de conexiones sociales que posibilitan su existencia y transmisión. La música actualmente está motivada mayoritariamente por la experiencia del consumo y la renovación constante. Está despojada de la creación natural que conlleva una serie de millones de conexiones neuronales, experiencias culturales, sociales y la multiplicidad de motivaciones del artista como creador, y en cierto modo se le ha reducido a la categoría de “coca-colas” culturales.

Esto en parte explica la constante sucesión de “hits” temporales de los cuales nadie se acuerda de un verano para otro, el sonido se uniformiza y se promueven hasta el cansancio en plataformas digitales como Spotify o Itunes, formas musicales para el consumo solamente, encima del gusto o la personalización de cada uno de los usuarios. Simon Frith dice al respecto:

El sociólogo de la música popular contemporánea se enfrenta a una masa de canciones, discos, estrellas y estilos que existen debido a una serie de decisiones, tomadas tanto por productores como por consumidores, sobre lo que es «bueno». Los músicos escriben melodías, tocan solos y programan computadoras; los productores hacen selecciones de diferentes mezclas; las compañías discográficas y los programadores de radio y televisión deciden qué se lanzará y tocará; los consumidores compran un disco y no otro, y concentran su atención en determinados géneros. El resultado de todas estas decisiones aparentemente individuales es sin duda un patrón de éxito, gusto y estilo que puede explicarse desde un punto de vista sociológico, pero también es un patrón con raíces en el juicio individual.

(Frith, 2003: 203)

 El poder se revela aquí difuso, aparentemente distribuido en una enorme red “democrática” de decisiones que configuran el gusto popular. Pero en realidad el poder “popular” queda reducido a un sondeo de mercado en el que las tendencias más proclives a ser vendidas, son las que se introducen al mercado, se producen y promueven como “gusto popular”. El poder y el control de los procesos energéticos está asentado en las grandes discográficas que crean el producto-artista y su “creación” musical y la promueven como el resultado de una creación artística genuina. No es que se niegue la existencia de la creación artística genuina en momento alguno, pero es importante señalar, sí, que el mercado mainstream musical, es una creación comercial más bien dominada por la proclividad que tiene la música como mercancía a ser vendida, lo que justo en cuanto a ejercicio de poder, compete a los grandes figuras de las grandes discográficas, el poder de decisión sobre qué sonidos, discursos, actitudes, manifestaciones sociológicas, culturales, políticas e identitarias existen. Y no, no es para nada inocente. Pues si el poder consiste según Adams en el “control de los procesos energéticos que nos interesan”, hay un proceso energético intrínseco a la música que se nos escapa y que está inserto en el carácter mismo de su concepción.

Esto es la capacidad de crear nuevos mundos e insertar utopías y distopías en su interior. Aunque como vuelve a señalar Frith:

El atractivo de la música misma, la razón por la cual gusta a la gente y, lo que es más importante, el significado de ese «gusto», quedan enterrados debajo de un análisis de las estrategias de venta, la demografía y la antropología del consumo.

(Frith, 2003: 203).

De ahí que dentro de la oferta de venta musical tengamos productos aparentemente tan dispares como Maddona y Phil Collins por un lado y Calle 13 o Rage Against the Machine por el otro, con mensajes tan opuestos en apariencia, pero que en esencia se trata de productos funcionales para una industria que busca venderlos en cantidad y que, además, en el fondo, funciona como un tentáculo de la ideología dominante, desde el punto de vista Gramsciano.

La música es una actividad humana necesaria para su bienestar como tal. Por ello expongo que es un proceso energético humano del que su control interesa ampliamente a las clases dominantes, no solo por su potencialidad gigantesca como mercado (algo ultra demostrado las décadas precedentes desde que se inventó el soporte en cualquiera de sus formas: cilindro fonográfico, disco de vinilo, CD o Mp3), sino como difusor de ideología, actitudes y acciones. Tiene el potencial de exaltar los sentimientos o apaciguarlos. Tiene el poder de convertir los momentos más tristes en lo más sublime y los más alegres en una ceremonia de celebración a la vida o de unir a los hombres y mujeres más dispares en un solo grito, acción, sentimiento o propósito. La música es poderosa, ejerce un poder que ningún arte o manifestación humana puede presumir.

Por ello, el estudio del poder y la música combinados, es materia mucho más amplia de lo que da un modesto ensayo podría decir sobre la materia. Diría que, en líneas generales, apenas logro esbozar una problemática que me llevaría libros añadido a décadas de profundización. Así mismo, desearía apuntar que la idea de combinar ambos conceptos, no necesariamente hace que estemos ante la idea del poder como algo negativo. El poder se desdobla de muchas maneras y su ejercicio no está exento de bien o mal, según se vea.

Y parte de ese poder también está manifiesto en la capacidad que tiene de hacer lo que uno quiera. Wynton Marsalis, un reconocido músico de Jazz estadounidense, resume bien la idea con la que quiero cerrar este ensayo cuando dice:

En la música, al igual que en la vida, escuchar atentamente te hace valorar a los demás. Las personas que saben escuchar suelen tener más amigos y su consejo suele ser más valorado. Una persona paciente y comprensiva vive en un mundo más amplio que esos que creen saberlo todo (por muy carismáticos que sean). El jazz te agudiza esa facultad porque tienes que seguir las ideas de los músicos y escuchar lo más profundo del ser humano. El sonido de la humanidad -tanto si estás sentado en la mesa de un club de jazz como si tocas la trompeta – procede del conocimiento de lo bueno y de lo malo de la vida.

(Marsalis y Ward, 2015:101)

Tal vez, si un día lográramos despojar a la música de su prisa por ser vendida y nos centráramos en el poder que tiene como creadora de dinámicas culturales, psicológicas y políticas, lograremos entonces establecer un puente entre aquellos que aparecen como diferentes entre sí y hacia nosotros, pero que al final, nos une algo universal e innegable a cada cultura humana: el placer y el talento de producir música.


Bibliografía

Attali, J. (2011). Ruidos. Ensayo sobre la economía política de la música.. 1st ed. México, D.F.: Siglo XXI.

Blacking, J. (1973). ¿Hay música en el hombre?. 2nd ed. Madrid: Alianza editorial.

Filosofia.org. (2017). Fetichismo de la mercancía en el Diccionario soviético de filosofía. [online] Disponible en: http://www.filosofia.org/enc/ros/fetm.htm [Consultado el 29 Jun. 2017].

Hall, S. and Du Gay, P. (2003). Cuestiones de identidad cultural. Buenos Aires: Amorrortu Editores. Heath, J. and Potter, A. (2009). Rebelarse vende. 1st ed. Madrid: Taurus.

Marsalis, W. y Ward, G. (2015). Jazz. Cómo la música puede cambiar tu vida. 1st ed. Barcelona.: Paidós.

Ochs, M. (2015). 1000 record covers. 1st ed. K晦ln: Taschen. Odjb.com. (2017). [online] Disponible en: http://odjb.com/jazz_history.html [Consultado el 29 Jun. 2017].

Traducción del Nuevo Mundo de las Santas Escrituras. (2019). Nueva York: Watchtower Bible and Tract Society of Pensilvannia.

Varela, R. NATURALEZA/CULTURA, PODER/POLÍTICA, AUTORIDAD/LEGALIDA D/LEGITIMIDAD Antropología Jurídica. Perspectivas Socioculturales En El Estudio Del Derecho. 1st ed. Barcelona y México DF.: ed.Esteban Krotz, 2002


Un ensayo de Héctor Ramírez para Barbas Poéticas, 2020

El Negro Blanco, de Norman Mailer

Así que moverse («swing») es ser capaz de aprender, y aprender implica un paso hacia la acción, hacia la creación. Lo creado es infinitamente menos importante para la creencia del hipster que el hecho mismo de hacerlo, ser capaz de echar mano a lo que sea, incluso a una autodisciplina.

“[…] ese grupo de hipsters locos e iluminados, que aparecieron de pronto y empezaron a errar por los caminos de América, graves, indiscretos, haciendo dedo, harapientos, beatíficos y hermosos”.

Jack Kerouac

Fragmento

IV

Como los niños, los hipsters van detrás de los dulces y su lenguaje es una colección de indicios sutiles hacia el éxito o hacia el fracaso en la búsqueda del placer. Tácita aunque obvia es la sensación social de que no hay suficientes dulces para todos. De modo que los dulces están destinados al victorioso, al mejor, al hombre que más sabe sobre cómo hallar su energía y cómo no perderla. El énfasis está puesto en la energía dado que el psicópata y el hipster no son nada sin ella y que no tienen la protección de una posición o clase con la que contar cuando ha ido demasiado lejos. El lenguaje del Hip es enérgico, cómo hallar y cómo no perder la energía. Pero veamos. Mientras que yo he anotado quizás una docena de palabras, el Hip probablemente las haga durar con un mínimo de variación. Las palabras son man, go, put down, make, beat, cool, swing, with it, crazy, dig, flip, creep, hip, square. Todas sirven para una larga variedad de propósitos y el matiz de la voz es el matiz conveniente a la situación para diferenciar contextos sutiles. Si el hipster se mueve a través de la noche y a través de su vida en una constante búsqueda y vislumbre de una Mecca a través de diversas experiencias (Mecca en tanto orgasmo apocalíptico) y si todos quienes habitan en el mundo civilizado son al menos en un pequeño grado lisiados sexuales, el hipster vive con el conocimiento de dónde puede hallarse sexualmente lisiado y donde sexualmente vivo, y las facetas de la experiencia por las que la vida se le presenta se comprometen cada día, se desligan o se abortan tanto como sus necesidad y su humanidad lo prevén posible. Dado que la vida es un concurso en el que generalmente el victorioso se recupera rápidamente y el perdedor tarda en sanar, surge una competición de exploradores que colisionan permanentemente, competición en la que uno debe avanzar o bien pagar el precio de seguir siendo el mismo (pagar con enfermedad, depresión, angustia por la oportunidad perdida) pero siempre pagar o avanzar.

Por tanto, uno encuentra palabras como go («sigue») o make it («hazlo») o with it («en ello») y swing («moverse»): «Go», en el sentido de que, luego de horas o días o meses o años de monotonía, aburrimiento y depresión, uno tiene finalmente su oportunidad, ha acumulado suficiente energía para enfrentarse a ella con todo el talento necesario para arrojarse («flip») hacia arriba o hacia abajo; uno ya está listo para ir («go»), listo para apostar. El movimiento siempre es preferido frente a la inacción. En él, el hombre tiene una oportunidad, su cuerpo se calienta, sus instintos se agilizan y cuando la crisis llega —en forma violenta o afectiva— puede hacerlo («make it»), puede ganar, puede liberar un poco más de energía ya que se odia un poco menos, puede mejorar su sistema nervioso, puede intentarlo una vez más, más rápido esa próxima vez, con más ímpetu, y así hallar más gente con las que poder moverse («swing»), en tanto que moverse es comunicarse, es congeniar el ritmo del propio ser al de un amante, un amigo, o una audiencia y de igual manera, ser capaz de sentir el ritmo de la respuesta. Moverse al ritmo del otro es enriquecerse —el concepto de aprendizaje subterráneo del Hip consiste en que no se puede entender verdaderamente hasta llegar a que uno contenga el ritmo implícito de la materia o de la persona en cuestión. Pongamos por ejemplo, recuerdo que una vez escuché a un Negro en una fiesta sostener una discusión intelectual de media hora con una chica blanca que sólo unos años atrás había acabado la universidad. El Negro, literalmente, no sabía leer ni escribir pero tenía un oído extraordinario y un fino sentido del mimetismo. Así que mientras la chica hablaba, él detectaba las incertidumbres particulares de su discurso y en un agradable (y suavemente sureño) acento inglés, respondía a todas las facetas de sus dudas. Cuando ella acabó el relato de lo que pensaba que era una idea muy bien articulada, él le sonrió tímidamente y le dijo, «hay otra dirección. ¿No crees?», «Bueno. No» tartamudeó ella, «ahora que vuelves a ello, hay algo que me parece desagradable,» y arremetió nuevamente unos cinco minutos más. Por supuesto, el Negro no estaba aprendiendo nada acerca de los méritos y deméritos de la discusión, pero aprendía bastante de un tipo de chica con el que nunca se había encontrado antes y que eso era lo que quería. Al ser incapaz de leer y escribir, apenas podía interesarse en ideas como interesarse en la misma humanidad, de modo que se abstenía de obedecer a cualquier tipo de precisión o de imprecisión en el lenguaje de la chica y en cambio, se disponía a sentir su carácter (y el valor de su tipo social) al moverse en el matiz de su voz.

Así que moverse («swing») es ser capaz de aprender, y aprender implica un paso hacia la acción, hacia la creación. Lo creado es infinitamente menos importante para la creencia del hipster que el hecho mismo de hacerlo, ser capaz de echar mano a lo que sea, incluso a una autodisciplina. Lo que debe hacer luego es hallar su valor en el momento de la violencia, o conseguirlo igualmente en el acto del amor, encontrar un poco más de sí mismo, crear algo más entre él y su mujer, o de hecho, entre él y un amigo (dado que muchos hipsters son bisexuales), pero lo primordial, lo imperativo, es la necesidad de hacerlo ya que, en el hacer, uno forma un nuevo hábito, desentierra un nuevo talento que la vieja frustración antes negaba.

Tanto si eres un holgazán (la peor palabra para el Hip: «goof») o si recaes en el ser de un niñito asustado, como si te arrojas y pierdes el control, revelas la más débil, oculta y femenina parte de tu naturaleza, por tanto es más difícil que vayas a moverte otra vez y tus oídos estarán menos vivos, tu hábito al derroche de energía a la larga se confirma y al final ya estás bastante lejos de estar en ello («with it»). Pero estar en ello es obtener la gracia, es acercarse a los secretos de esa inconsciente vida interior que ha de nutrirte si te prestas a oírla, la manera de estar más cerca de ese Dios que cada hipster cree localizado en los sentidos de su cuerpo, ese tramposo, despojado y en sentido alguno megalómano Dios que es ello, que es la energía, la vida, el sexo, la fuerza, el prana del Yoga, el órgano reichiano, la sangre lawrenceana, el bien hemingwayano, el vigor shaviano; «ello»; no el Dios de las iglesias sino el inalcanzable susurro del misterio que conlleva el sexo, el paraíso de energía ilimitada y la percepción que reside más allá de la nueva ola que trae el nuevo orgasmo.

A lo que cualquier gato replicaría, «Crazy, man!» ya que, después de todo, lo que puedo ofrecer es una hipótesis, nada más, y no hay hipster vivo que no haya sido absorbido por sus propias y tumultuosas hipótesis. La mía interesa, mi forma de salir (en la avenida del misterio que lleva a «ello») aunque sólo sea un gato en un mundo de gatos gélidos y todo lo interesante sea loco («crazy») o al menos es lo que dirían todos los Square que no saben cómo moverse.

(Y aún loca es la ironía protectora del hipster. Al vivir con preguntas y no con respuestas, él es tan diferente en su aislamiento y en el objetivo lejano de su imaginación de casi todos con los que lidia en el mundo exterior de los Square, y a su vez, se encuentra generalmente con la animosidad, la competencia y el odio en el mundo del Hip, es decir que su aislamiento está siempre en peligro de volverse sobre sí mismo y dejarlo verdaderamente así, loco).

Sin embargo, si estás de acuerdo con mi hipótesis, si como cualquier otro gato buscas una salida («a way out»), y estamos todos en el mismo surco (y podemos ver el universo como series de rayos que se extienden desde un centro) simplemente lo captas («dig it»). Dado que ni el conocimiento ni la imaginación llegan fácilmente sino que se entierran en el dolor de una olvidada experiencia personal, uno debe intentar hallarlo, uno debe ocasionalmente extenuarse por captarlo en el interior del ser con el fin de percibir lo que hay fuera de él. Y verdaderamente, hace falta captar lo más que se pueda, ya que si no lo captas pierdes tu superioridad por sobre los Square y estás menos próximo a ser cool (es decir, estar en control de la situación ya que te mueves allí donde no lo hacen los Square, o permitirte la entrada consciente al dolor, la culpa, la vergüenza o el deseo, entrada que los demás no tienen el valor de enfrentar). Ser cool significa estar dotado, y si estás dotado es más difícil que el gato que esté cercano a ti logre abatirte («put down»). Por supuesto, uno difícilmente pueda puede dejar que esto suceda, o bien uno es ya alguien abatido («beat»), ya que ha perdido la confianza, ha perdido la voluntad y se encuentra impotente frente al mundo de la acción y próximo al degradante salto que lo haría convertirse en un extraño («queer»), o verdaderamente próximo a la muerte; por tanto, volver a recobrar la energía para intentarlo una vez más se vuelve más difícil ya que una vez un gato se encuentra abatido no tiene nada que dar y nadie ya se interesa en tratar de hacerlo («make it») con él. Éste es el terror del hipster —ser abatido («to be beat») — dado que una vez que el dulce del sexo lo ha desolado, él debe continuar y no abandonar la búsqueda. Huelga decir que no está garantizado que el hipster vaya a envejecer con gracia; ha sido capturado muy temprano por el viejo sueño del poder, la fuente dorada de Ponce de León, fuente de la juventud donde todo el oro reside en el orgasmo.

Ser beat , por tanto, es haber sido capaz de arrojarse («flip») y consuma algo que va más allá de la experiencia personal, imposible de anticipar —de hecho, en el vocabulario corriente del Hip, existe otro significado para flip, mientras que yo aquí sólo lo he confinado a sólo unas cuantas connotaciones. Como en todos los vocabularios primitivos, cada palabra es primordialmente un símbolo y sirve a docenas o cientos de funciones de comunicación; en la dialéctica instintiva por la que el hipster percibe su experiencia, se ejecutan continuamente diferenciaciones instantáneas de la existencia en las que uno está siempre en movimiento hacia algo más o retrayéndose hacia algo menos.


Extraído de The White Negro: Superficial Reflections on the Hipster, 1957.

Traducción de Martín Abadía. Adaptación de Odeen Rocha para Barbas Poéticas, junio 2020.


Procesando…
¡Lo lograste! Ya estás en la lista.

Una nueva contracultura

La frescura se ha transformado en nuevos valores dominantes; que no necesariamente son buenos ni malos, sino que deberán encontrar su lugar en el desarrollo social del futuro. Sin embargo, sí es pertinente reflexionar acerca de que las acciones que comienzan siendo rebeldía pura, no tienen ninguna obligación de continuar siéndolo al paso de los años.

Hace 50 años la juventud se levantó a protestar contra una generación avejentada cuya moral los había llevado a considerar como insulto cualquier acción que atentara en lo más mínimo contra la supuesta tranquilidad en la que se habían estacionado, según ellos, con el esfuerzo de haber peleado y ganado guerras injustas.

Esta lucha permeó el pensamiento juvenil mundial hasta convertirse en la base de lo que sería el próximo medio siglo: cuestionar el respeto, la moral, los valores dominantes, la cultura. Todo aquello que se establecía como “lo correcto” para ser derrumbado en busca de algo fresco.


Hoy, medio siglo más tarde, aún rodeados de un contexto violento y de lucha de poderes —diría que de una interminable cadena de guerras frías en busca del poder inmediato y acumulación de capital— el ejercicio publicitario y de competencia comercial ha invertido los papeles: es la juventud ahora quien defiende el respeto, la moral, la cultura (una cultura empapada por el protagonismo de la imagen, del discurso aletargado que justifica todo) en busca de una convivencia sin crítica ni grandes explosiones de creatividad (creatividad como acto de avance cognitivo, no como estrategias de mercado). Un momento histórico en que la experimentación con la conciencia dejó de buscar la expansión del intelecto para convertirse en pequeñas vitrinas para una desesperada exhibición pública del atrevimiento.

La frescura se ha transformado en nuevos valores dominantes; que no necesariamente son buenos ni malos, sino que deberán encontrar su lugar en el desarrollo social del futuro. Sin embargo, sí es pertinente reflexionar acerca de que las acciones que comienzan siendo rebeldía pura, no tienen ninguna obligación de continuar siéndolo al paso de los años.

Por otro lado, el lugar más alto de la pirámide de la manifestación del pensamiento ya no es el arte que destruye paradigmas —se romantizan las carencias propias de la desigualdad para convertirlas en historias de superación dignas de un best seller, exposiciones fotográficas o cientos de likes—, sino la manifestación escandalosa de sentimientos infantiles, crudos, justificados por la existencia de plataformas donde poder arrojarlos y de público que los aplauda. Una fama efímera e inmediata. El comercio como prioridad, la aspiración de ser como el que tiene más y no uno mismo, el neoliberalismo voraz de la personalidad como gran ganador del siglo XXI.

¿Será posible explotar la creatividad aprovechando los medios que la tecnología digital pone a nuestra disposición sin caer necesariamente en la persecución del poder que otorgan las masas?

Recordando a Joseph Heath y Andrew Potter (Rebelarse Vende1, 2004): existen las personas que hacen producción cultural, y si resulta ser del gusto del público, éste lo consumirá. Sin más, sin fórmulas mágicas. En el mejor de los casos: Hacer las cosas con espíritu y deseos de crear.


Lo alternativo no existe; o si llegase a existir, tendría que vivir muy poco tiempo, dentro de las fronteras de lo efímero y secreto


Eso que hoy se tiende a llamar contracultura, se vuelve poco a poco hacia una lucha constante por la conservación del poder y la acumulación de capital: justo como los antiguos enemigos. Quizá obligada por la presión burocrática y la tentación de las corruptelas, quizá porque es muy cómodo decirse rebelde, sentarse a brindar y recibir halagos o transferencias bancarias.

¿La nueva contracultura se opondrá nuevamente a los nuevos valores, en un ostracismo mediático o en un nuevo razonamiento a propósito de las expresiones artísticas?

Restaría reflexionar si acaso lo que conocemos como contracultura es en realidad una postura rebelde ante el status quo, o simplemente otro camino hacia el consumismo —pero con la conciencia tranquila—. Si queremos ser libertarios, deberíamos siquiera tener en mente que no solo existe un camino para defenderse del acoso de los medios, pero pareciera que se ha optado por una única alternativa.

Otros mundos son posibles, de múltiples formas

Tal como se predijo desde Roszak (El nacimiento de una contracultura2, 1968), el ciclo de la contracultura se invierte, el sistema dominante poco a poco consume a las manifestaciones contraculturales y las vuelve parte de sí, instrumentos de poder y de consumo. Los incendiarios de ayer son ahora nuestros bomberos.

Dejemos, pues, de fingir que no lo sabíamos.


[1] Heath, Joseph; Potter, Andrew. Revelarse vende: El negocio de la Contracultura, Taurus (2004).
[2] Roszak, Theodore. El nacimiento de una contracultura, Kairós (1968).


Chamán americano: el camino hacia Otrolado

Amemos pues, depuremos pues, las puertas de la percepción hacia el infinito. Seamos, por un momento y quizá para siempre: INMACULADOS.

Bonne nuit, Monsieur Morrison: Hemos venido a morir.


I. When the music’s over, turn out the lights

Le poète se fait voyant par un long, immense

et raisonné dérèglement de tous les sens. [1]

—Arthur Rimbaud

En medio de una mar de gente, entre cientos de cabezas y melenas sudorosas, la adrenalina y la ansiedad están al tope por lo que escuchan —y por lo que están a punto de escuchar—. Entonces, todos dirigen su mirada en trance hacia el mismo punto. Ahí, derrumbado sobre una tarima adornada con instrumentos de metal, madera y plástico, él sostiene entre sus manos un micrófono. El cable serpentea alrededor de sus piernas y pasa por los pliegues de una camisa que separa su abdomen del infinito. Siempre en movimiento, su cabellera ondulada —que años más tarde coronaría a miles de mentes de esa generación— enmarca un par de párpados cerrados. Ahí se encuentra un profeta, quizá uno de los verdaderos —es probable que el último— que pisó los convulsos años que dieron vida al siglo XX.  

Ése era el espíritu de un joven de dos décadas y un poco más que desde hacía casi dos años sacudía y masturbaba las conciencias de una adolescencia que traía sobre sus hombros una vida entera de clamar por un mesías. Y esos jóvenes enardecidos no sólo estaban a punto de ungir a su ansiado prototipo de mago, de guía espiritual; sino que estaban —quizá sin saberlo— a punto de presenciar el nacimiento de un chamán.

Un solo hombre —su mirada, su voz, su cabellera y un par de pantalones ajustados— sería capaz de transformar su realidad y la de todos los que lo siguieron y admiraron. Ante ellos se erigía el próximo monarca de la contracultura norteamericana —amén de lo que llegó a significar—, cuya voz se convirtió en una mano imaginaria que los tomó con firmeza de los genitales y los llevó a la cima, a un rincón apartado del mundo donde nadie los encontraría jamás. Ahí, cogerían tan duro que no tendrían otra salida más que exprimir su cerebro y renacer nuevos, distintos: ser otros.

Éstos fueron tiempos de rituales, de ceremonias chamánicas de comunión con los espíritus que emergían poco a poco de entre sus labios y alrededor de sus movimientos; en la superficie, todo tenía forma de concierto de rock. Aquélla fue una suerte de reencarnación de Dionisio:  lector imparable y rebelde prototípico que lideró legiones de ángeles. Juntos, el dios y sus feligreses, sucumbían a los placeres de la carne a la menor provocación.

Esta oscura aura musical pronto se mezcló peligrosamente con la evocación a su héroe, Arthur Rimbaud —el enfant terrible, quien vomitó toda la poesía que pudo desde el fondo de su podredumbre espiritual hasta que no quiso otra cosa. No quedaba más que someterse al sueño dorado del iluminado: desaparecer. Desvanecerse: a primera vista, quizá, para dedicarse al comercio y contrabando en Abisinia; sin embargo, para los paganos que observamos desde las lejanas nubes del futuro, representó una desaparición esencial, un corte definitivo en la actividad del genio, en el latido sagrado de la creación. Para ambos poetas.

El muchacho yace en el escenario. Sus ojos siguen sin abrirse. Este pequeñísimo ritual es parte de un ritual mayor en el que mira hacia dentro dentro de sí, hacia las cavernas que se esconden justo detrás de nuestros propios párpados —porque la mirada del profeta es nuestra mirada; somos uno con él, que entonces no es nadie—. Ahí se ocultan los secretos que acaso nunca lleguemos a descubrir. Tal vez sólo haya luz un pequeño momento antes de despedirnos de este plano, cuando toda la vida pase frente a nosotros. Aunque venga de ninguna parte de Otrolado, diría el propio Lecumberri, emergerá desde las tinieblas para obsequiarnos una última sorpresa y una última sonrisa.

No hay que olvidar que el profeta —el chamán— es capaz de ir y regresar de este viaje una y otra vez.


II. We want the world and we want it: Now!

Do you know we exist? [2]

—Jim Morrison

Cuando James Douglas Morrison era un niño, sus compañeros lo veían como un devorador de libros. La literatura se convirtió en su vida. Sabía más de poesía y poetas que cualquiera a su alrededor. Era un pequeño de diez años que corregía a sus profesores. Su espíritu saltaba a la vista de quienes en ese instante se retorcían confusos, pero que, al final, lo recordarían el resto de sus vidas.

Poco antes de que Jim cumpliera catorce, un libro llegó a los estantes de las librerías norteamericanas y sacudió las mentes de aquéllos cuya alma no cabía en el molde del american way of life. La historia narraba la vida de un joven en sus veintes, nacido en Lowell, Massachusetts, quien había recorrido Estados Unidos a lo largo de la última década. Sus pies iban enfundados en un par de zapatos desgastados, pero llenos de fe. Pasó por trenes de carga, pidió aventones a desconocidos y compartió el viaje con intrépidos pilotos que se convirtieron en héroes americanos. Tomaba notas sin parar, imaginaba la vida on the road: una vida de libertad, música, baile, hierba y poesía —mucha poesía—.

Kerouac escribió:

[…] the only people for me are the mad ones, the ones who are mad to live, mad to talk, mad to be saved, desirous of everything at the same time, the ones who never yawn or say a commonplace thing, but burn, burn, burn like fabulous yellow roman candles exploding like spiders across the stars and in the middle you see the blue centerlight pop and everybody goes “Awww!” [3]

Jim, entonces, ardía. ¿Qué más podía hacer un chico de 14 años en San Francisco, ante esta invitación a lanzarse a los caminos y experimentar la vida como es: infinita?

Empezó por largarse de la escuela, por supuesto. Escapó uno de esos tantos días, entre la neblina que rodeaba el edificio de su secundaria, justo donde encontraba a sus ídolos: los poetas, los escritores, los libertarios héroes de las carreteras. No se detendría hasta llegar al 261 de la Avenida Columbus, donde —asegura la historia— el mismo Ferlinghetti lo saludó con una amplia sonrisa desde el otro lado de la vitrina. Así, selló de una vez y para siempre el destino del hijo del almirante Morrison —primer capitán de un navío atómico—, en el camino de lo espiritual y lo sagrado, en el amasijo eléctrico entre la poesía y el rock.

Pero el sendero místico lo había llamado desde mucho antes. No hay que olvidar que un chamán es elegido por los dioses, es recibido desde antes de la concepción para asignarle la tarea que será su ocupación sagrada por el resto de su vida.

El pequeño Jimmy escribiría años después: Indians scattered on dawn’s highway bleeding / Ghosts crowd the young child’s fragile eggshell mind [4]. Ése era su ritual de iniciación. Fue casi imperceptible para un niño tan chico que —dada la profesión militar de su padre— se veía arrastrado una y otra vez, transferido de ciudad en ciudad —también on the road, por qué no— a bordo del auto familiar. Su vista parecía ocupada con el exterior del mundo, pero en realidad se hallaba en lo profundo: en el interior de su propia mente. Más tarde escribiría:

Me and my — ah — mother and father and a / grandmother and a grandfather were driving through / the desert, at dawn, and a truck load of Indian / workers had either hit another car, or just I don’t / know what happened but there were Indians scattered / all over the highway, bleeding to death. / So the car pulls up and stops. That was the first time / I tasted fear. I musta’ been about four like a child is / like a flower, his head is just floating in the / breeze, man. / The reaction I get now thinking about it, looking / back is that the souls of the ghosts of those dead / Indians… maybe one or two of ’em… were just / running around freaking out, and just leaped into my / soul. And they’re still in there [5].

El chamán había nacido


III. All right, all right… I wanna see some ACTION!

The key of joy is disobedience [6].

—Aleister Crowley

En Estados Unidos, necesitas ser un héroe o un asesino para convertirte en una verdadera superestrella. Jim ya estaba en ese camino.

Sigue ahí, tendido en el suelo. Guarda el micrófono entre las manos con los ojos cerrados. La mirada se dirige hacia el nebuloso interior de sí mismo. Segundos antes se sostenía del pedestal, como si no hubiera otra cosa en el mundo que pudiera mantenerlo de pie, ni siquiera sus propias piernas. La música es el único asidero.

Un redoble de tambores que parece eterno anuncia lo inevitable: el paredón, en medio de la jungla. Es uno más de los soldados que enviaron a combatir una guerra inútil, los que condenaron a convertirse en muertos caminantes. Historias, palabras, llantos, miradas: todo aquello enfundado bajo el uniforme. Las miradas perdidas nos observan fijamente por debajo de sus cascos.

Uno. Dos. Tres. Cuatro.

Silencio.

Morrison ha desobedecido los últimos meses. Ningún productor de televisión lo quiere de nuevo ante sus cámaras. Y aunque toda la nación lo reconoce, sus propios compañeros de armas voltean a otro lado cada vez que empieza un show. ¿Qué hará ahora Jimmy para meterlos en problemas?

This is the end, beautiful friend [7]. La vida lo puso en el camino del chamán, de aquél que presagia el final con una sonrisa en la cara. Esa sonrisa morrisoniana —tan bella y particular—, capaz de mantener la respiración de un planeta entero a lo largo de medio siglo. This is the end, my only friend. The end [8].

Se entregó —por fin— a la poesía más que al rock. Aunque para él, siempre fue la poesía: el rock era sólo un instrumento para explotar los versos como armas de construcción masiva. Y, ¿de qué otra manera puede construirse un mundo nuevo si no es prendiéndole fuego, como en una pira funeraria?

Nuestro chamán sostuvo la antorcha bien arriba. A veces tuvo que resguardarla bajo la mirada hipnotizante de un Dionisio que resucitó de entre los vivos; a veces, detrás de la melena que hacía que la clase media estadounidense —ésa que busca sostener una vida moralina al norte y también al sur del Río Bravo— suspirara con desesperación. No fue posible que ellos lo aceptaran, que lo miraran sonreír sin sentirse amenazados, sin temer por sus almas puritanas. Al final, tenían algo de razón: eran violadas con violencia por un terrible gurú de la poesía eléctrica —aunque no tuvieron nunca la menor idea de lo que eso significó—.

Compañía: ¡Alto! ¡Presenten armas!

El auditorio está callado. Lo que presencian ahora ha dejado de ser un concierto. Ya no es el evento por el que pagaron una entrada. Ya no está incluido en el boleto. Ya no van a ver a un excéntrico y hermoso joven interpretar canciones junto a su banda, como lo han hecho los últimos años. Ya no es otro show como el de otros grupos que los animan a desobedecer y a dejarse crecer el cabello. Ya no podrán volver a casa,  al final del día, despertar y ponerse su traje, ir a trabajar, cobrar su cheque y  seguir actuando como rebeldes. Ya no más.

Están frente a un acto de muerte y resurrección. El redoble de John continúa por más tiempo. Se alarga más de lo que cualquiera de ellos espera. Pero —aunque cueste trabajo entenderlo éste ya no es un concierto de rock.

Manzarek, de espaldas, extiende los brazos en señal de que ha llegado el momento de la iluminación. Krieger levanta su guitarra a la altura de los ojos. El brazo del instrumento apunta directo al corazón del soldado. Morrison está listo para el sacrificio.

Uno. Dos. Tres. Cuatro.

Silencio…

Y, entonces, ¡el estruendo! Jim está en el suelo.

El Estado de Miami no pudo soportarlo más, y él tampoco. New Haven no lo toleró. Su amado Los Ángeles también lo rechazó. Embriagarse en público, arriesgar a la gente en las calles, simular una felación en el escenario a un desconcertado Robby que hacía llorar su guitarra-sexo-alma. El caos se apilaba.

México lo recibió como a un dios, pero lo trató como a un cliente. La casa presidencial lo echó a la calle por ser él mismo. Masturbación, blasfemia, lujuria, lascivia en público. El caos crecía. Quizá sólo abrió la puerta a la multitud de vicios que todo el mundo practicaba en privado. Él quitó el antifaz. Desvistió a la hipocresía y el mundo se escandalizó ante el desnudo como si se vieran frente al espejo—.

You are a bunch of fuckin idiots! You are a bunch of slaves! Maybe you love to have your face stuck in the shit! What are you gonna do about it? All right, all right, all right… I wanna see some action out there! What are we waiting for? I wanna see some fun! I wanna see some dancing! The are no rules. No limits. No laws. This is your show [9].

El chamán se enfrentó al mundo y el mundo no pudo más con él. Fue un ritual de iniciación quizá de confirmación ante los espíritus que desde hacía tiempo habitaban en su interior. Fue imposible continuar entre la gente que no soportó verse a sí misma reflejada en los ojos de otro.

La policía se convirtió en el miembro visible, de lenguas bífidas, que lo acusó y lo puso detrás del estrado. La oscuridad tomó la forma de un rechoncho juez que desayunaba “justicia” en las rocas.

Unborn living, living, dead. Bullet strikes the helmet’s head [10]. La guerra había terminado. Para Jim, la única trinchera posible quedaba en la poesía y la forma de llegar a ella era, claro, a través de la muerte.

Barbón y gordo, Morrison dejó las grabaciones de L.A. Woman para irse a París. Pamela y poesía están allá. Era irresistible.

—Hola, Mr. Morrison. ¿A París?

—Sí. Dos asientos.

—¿Quién lo acompaña?

—La poesía.

En el aeropuerto, la gente lo recibe emocionada pero expectante. Aquel tipo barbudo de los periódicos está frente a ellos.

Una voz que emerge de entre la niebla le habla directo a Jim.

—Bienvenu, Monsieur Morrison —el joven entorna los ojos como si reconociera a un viejo amigo, quizá ese espíritu que encontró años atrás—. Nous savons que tu es venu ici pour mourir [11].

Él sonríe. Y el mundo gira de nuevo.


IV. Bienvenu, Monsieur Morrison [12]

Is everybody in?

 Is everybody in?

 Is everybody in?

The ceremony is about to begin.

Wake up! [13]

—Jim Morrison

Ella estaba dormida. Él, mientras, moría en la bañera. Estaba sonriendo. Eso, a fin de cuentas, me hizo sentir mejor.

Maintenant, tu es Monsieur Morrison. Bienvenu [14].

Antes conocido como James Douglas Morrison, el hermoso muchacho de ojos azules que enamoraba unodostrescuatrocincoseis pichones [15] se alista para asistir a su propio funeral. Así, José Miguel Lecumberri da voz a este texto: una visita, un recorrido interior a aquella maquillada tumba en Père-Lachaise. Un viaje lleno de simbolismos y rituales, alrededor, hacia y dentro de un sepulcro enteramente vacío.

En este plano, J.D.M. no existe más. Nadie —ya ni nosotros— existe. Desaparecimos en el momento exacto en que aquel joven y su par de pantalones ajustados yacieron sobre el escenario. Abrazó su propia voz. Escondió su alma tras los párpados y su hermosa cabellera.

Monsieur Morrison nació porque llegó para morir. Es el deseo que experimenta el excéntrico, el chamán, el mago. El poeta. Sí, la poesía es sólo el primer paso del resto del viaje. No es siquiera el acercamiento de la cámara, no es ni el tomar aire antes de saltar. Aún queda mucho por recorrer. La travesía está escrita en las páginas de este libro. Monsieur Morrison lo es —aquí en nuestros ojos y allá en la mente de Lecumberri— TODO.

Monsieur Morrison es lo que el diablo hubiera querido ser, de no haber sido un ángel o una Punta Maquínica, sino un hombre, barro y aliento, légamo y hálito, fango y soplo, sedimento y respiración [16].

Las posibilidades son infinitas.

París lo recibió a sabiendas de que aquello terminaría con un sacrificio. Monsieur Morrison se ofrecería como comidilla para chamanes, brujos y esotéricos, y luego también para los detectives, que manosearían y profanarían su cadáver. Ésa fue su misión desde que vio la luz del mundo por primera vez. Sus padres lo sabían, pero decidieron olvidarlo. Él también lo olvidó. Fue sobre el escenario que el recuerdo lo golpeó con toda la fuerza del universo. Cuando tenía los ojos cerrados: visiones y gritos y clamores, todo fuera de su tiempo.

Monsieur Morrison aún canta en las oscuras cintas, en el apolillado vinil, y Alicia sigue ahogada escogiendo para siempre su camino entre las venas de los muertos [17].

Para siempre…

Después de recibir la bienvenida parisina, todos los nombres cambiaron. Sin embargo, todas las almas nacieron una vez más. ¿Muerte? ¿Desaparición? ¿Sacrificio? Todo al mismo tiempo, y quizá nada, a fin de cuentas. De cualquier forma su nombre sigue goteando desde la punta de la lengua de media humanidad. Todos, alguna vez en la vida, clamamos ser Jim Morrison, sólo por juego o por disfraz o porque las almas de esos indios que sangraban sobre la autopista revolotean aún entre nosotros.

Monsieur Morrison caía tan lentamente que parecía soñar. Esto es lo que el amor le hace a tu alma. Es la pesadilla, lo que pasa en el deshabitado palacio del amor. La jaula se ha vuelto león… [18]

Todos, alguna vez en la vida, estuvimos encerrados en jaulas como rugientes bañeras, con el agua hasta las narices y los cabellos como anclas hacia el sur. Todos hemos tenido las manos extendidas en un rictus de dolor.

Con esa sonrisa de quien sabe con certeza a dónde va, M.M. se deja ir. Deja que los demás lo toquen, lo respiren. Deja que los mortales extraigan algo de Bourbon de sus pulmones, para drogarse, con la esperanza de ser un poco más como él.

El señor Muerte, Moloch, juega con su precioso chico de ojos azules. Con su voz de teatro griego se hace un collar de gemas que aúllan, que construyen pirámides en la luna [19].

Nosotros, los mortales, dirigidos por el autor, jugamos con los espíritus de los muertos. Le pedimos al infierno que nos conceda un miligramo de poesía para llevar y un poco de maravillosidad perdida.

Monsieur Morrison nos da la bienvenida al interior. Pasamos por el umbral del asombro y dejamos atrás la historia que se cuenta desde hace cuarentaisiete años. Nadie recordará Chicago, ni Miami, ni Los Ángeles. Nos sentaremos, trago en mano, al final de la barra, a reescribir su pasado.

Lecumberri se posa al Otrolado. Viste el sucio uniforme de cantinero y se inclina ante Él. No deja vacío el vaso mientras mira cómo escurre el Bourbon entre las barbas llameantes y hasta los pulmones donde —ambos lo saben con certeza— se acumulará más y más hasta que M.M. se eleve al cielo y baje nuevamente hacia nosotros.

Hoy canta el infierno: un F14 vomita pétalos radiactivos sobre el Tíbet, las prostitutas cantan bajo el Arco del Triunfo, se avecina el otoño como una marejada de cuervos oxidados [20].

La lectura de este texto requiere abandono. Y oído afinado y ojos abiertos hacia el interior. Es un recorrido literario y es un disco de música y es una cinta de video y es un carrete de fotografías bellísimas y oscuras.

J.D.M. hizo todo eso, J.M.L. lo materializó, y M.M. lo llevó hasta el final.

He venido al mundo para vaciarme, no voy a morir sino a desaparecer [21].

Amemos pues, depuremos pues, las puertas de la percepción hacia el infinito [22]. Seamos, por un momento y quizá para siempre: INMACULADOS.

Bonne nuit, Monsieur Morrison: Hemos venido a morir.


Monsieur Morrison

La lectura de este texto requiere abandono. Y oído afinado y ojos abiertos hacia el interior. Es un recorrido literario y es un disco de música y es una cinta de video y es un carrete de fotografías bellísimas y oscuras.


CORTOMETRAJE

OTROLADO, cortometraje basado en Monsieur Morrison

banda sonora original


Notas:

1. Rimbaud, A., (1871), Lettres du voyant. [El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos.]

2. Morrison, J., (1978), An American Prayer, Estados Unidos, Zeppelin Publishing Company. [¿Sabes que existimos?]

3. Kerouac, J., (1957), On the road, Estados Unidos, Viking Press. [La única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por ser salvada, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde, arde como fabulosos fuegos artificiales explotando igual que arañas entre las estrellas y en el centro ves la última explosión azul y todo el mundo estalla en un “¡Awww!”]

4. Morrison, J., (1978), An American Prayer, Estados Unidos, Zeppelin Publishing Company.  [Indios esparcidos sobre la autopista del amanecer, sangrando. / Los espíritus abarrotan la mente del niño pequeño, frágil, como cáscara de huevo.]

5. Morrison, J., (1978), An American Prayer, Estados Unidos, Zeppelin Publishing Company.  [Yo y mi —ah— madre y mi padre —y una / abuela y un abuelo — íbamos conduciendo a través / del desierto, al amanecer y un camión de indios / trabajadores había chocado con otro coche o sólo —no sé / qué sucedió—, pero había indios desparramados por toda la autopista, desangrándose hasta la muerte. / Entonces el coche se orilla y se detiene. Ésa fue la primera vez / que saboreé el miedo. Yo debía de tener cuatro años —a esa edad, un niño es / como una flor, su cabeza flota en la / brisa, amigo. / La sensación que tengo ahora cuando pienso en ello, mirando / atrás, es que las almas de los fantasmas de los indios / muertos, quizá la de uno o dos, estaban sólo / corriendo enloquecidas por allí y se introdujeron en mi / alma. Y aún siguen ahí dentro.]

6. [La clave de la alegría es la desobediencia.]

7. Morrison, J., música de The Doors (1967). The End. En The Doors [LP]. Estados Unidos: Elektra Records. [Éste es el fin, hermoso amigo (hermosa amiga).]

8. Morrison, J., música de The Doors (1967). The End. En The Doors [LP]. Estados Unidos: Elektra Records. [Éste es el fin, mi único amigo (mi única amiga). El fin.]

9. Morrison, J. Concierto en vivo, Miami (1969). [¡Son una bola de pendejos! ¡Son un montón de esclavos! Tal vez les encanta tener la cara metida en la mierda. ¿Qué van a hacer al respecto? Está bien, está bien, está bien… ¡Quiero ver algo de acción aquí! ¿Qué estamos esperando? ¡Quiero ver algo de diversión! ¡Quiero ver algo de baile! No hay reglas. No hay límites. No hay leyes. Éste es su espectáculo.]

10. Morrison, J., música de The Doors (1968). The Unknown Soldier. En Waiting for the Sun [LP]. Estados Unidos: Elektra Records. [Nonatos viviendo; los vivos, muertos. La bala impacta directo en la cabeza del casco.]

11. [Sabemos que ha venido aquí a morir.]

12. [Bienvenido, Monsieur Morrison.]

13. Morrison, J., (1978), An American Prayer, Estados Unidos, Zeppelin Publishing Company. [¿Están todos aquí? / ¿Están todos aquí? / ¿Están todos aquí? / La ceremonia está a punto de comenzar. / ¡Despierten!]

14. [Ahora eres Monsieur Morrison. Bienvenido.]

15. Lecumberri, J.M., (2018), Monsieur Morrison, México, Barbas Poéticas. [Escena final]

16. Idem. [Escena seis]

17. Idem. [Escena trece]

18. Idem. [Escena trece]

19. Idem. [Escena final]

20. Idem. [Escena dieciséis]

21. Idem. [Aforismos]

22. Idem. [Escena final]


No confíes en nadie mayor de 30 años, por Jerry Rubin

Nacemos dos veces.
Es tu segundo nacimiento, tu nacimiento revolucionario.
El cuál es el más importante.
Nací en el FSM en Berkeley en 1964.
¡Eso me hace tener cinco años!
Cuando The Village Voice y Daley dicen: «No confíes en nadie mayor de 30 años», respondo: ¡Tengo 25 años más!

Así se puso de pie y habló Jack Weinberg, junto a dos mil personas en una manifestación del Movimiento de Libertad de Expresión en Berkeley.

La brecha generacional había nacido.

Todos estuvieron de acuerdo con los objetivos de la FSM. Pero algunas personas dijeron: «Sé paciente y sigue el procedimiento». Otros gritaban: «¡No puedo estarme quieto!»
De repente nos dimos cuenta de lo que estaba pasando. En lugar de perder el tiempo preguntándole a alguien cuál era su posición política, todo lo que tenía que preguntar era su edad.

Aquellos mayores de 30 se acurrucaron contra el status quo, respaldados por ideales juveniles. Estaban en un bote de remos con fugas en medio de un mar tempestuoso. «Deja de sacudir el bote», dijeron.

Pero pronto «No confíes en nadie mayor de 30», el orgulloso eslogan radical, fue asumido por los conservadores. Los mayores de 30 dijeron: «Espera hasta que llegues a los 30, serás como nosotros». Vieron el movimiento como una etapa adolescente por la que uno pasa camino a los suburbios.

Algunos de nosotros llegamos a la edad de 30 años. No crecimos. Decimos: «¡No confíes en nadie mayor de 40!»
Somos adolescentes permanentes. Rechazamos las carreras profesionales y los botes de remos de la clase media.
Nuestra cultura, la cultura hippie de pelo largo, no tiene edad.
Personas de cuarenta, 30, 20 y 10 años viven juntos en las mismas esquinas.
Edad, ¿qué es la edad? Ni siquiera llevamos reloj.
Nadie le pregunta a un compañero de pelo largo cuántos años tiene. Es una pregunta contrarrevolucionaria.
El pelo largo y la barba hacen que todos se vean de la misma edad.
Cuando tenemos 35 años, nuestra ambición es actuar como si tuviéramos 15 años.
Nos conocemos por nuestros primeros nombres.
Vivimos el ahora.

Liberales como The Village Voice y el alcalde Daley usan la misma arma para atacar a los yippies: nuestra edad. «Son solo un grupo de treintañeros que intentan engañar a los jóvenes de América», dicen en coro.
Nos reímos cuando escuchamos eso porque hemos descubierto la fuente de la juventud. Eres tan viejo como quieras ser.
La edad está en tu cabeza.

Nacemos dos veces.
Es tu segundo nacimiento, tu nacimiento revolucionario.
El cuál es el más importante.
Nací en el FSM en Berkeley en 1964.
¡Eso me hace tener cinco años!
Cuando The Village Voice y Daley dicen: «No confíes en nadie mayor de 30 años», respondo: ¡Tengo 25 años más!

Crecer significa recolectar basura. Mantenerse joven significa tirar tanta basura como recolectes. Estoy a favor de reducir la edad para votar a 5 y prohibir el voto a las personas mayores de 40 años a menos que puedan vomitar toda su basura.

Uno de los yippies más intrépidos es Bertrand Russell, que participó en su primera sentada cuando tenía más de 90 años. Nikita Khrushchev, de 60 años, primer ministro de Rusia, golpeó su zapato sobre una mesa en las Naciones Unidas haciendo un berrinche infantil. ¡Puedes ser un yippie sin importar la edad que tengas!

No puedes usar tu edad física como un escape.

La década de 1950 fue el punto de quiebre en la historia de Amerika. Aquellos que crecieron antes de la década de 1950 viven hoy en un mundo de nazismo mental, campos de concentración, depresión económica y sueños comunistas estalinizados. Un niño de antes de 1950 aún capaz de soñar es muy raro.

Los niños que crecieron en los años posteriores a 1950 viven en un mundo de supermercados, comerciales de televisión a color, guerra de guerrillas, medios internacionales, psicodélicos, rock and roll y caminatas en la luna.

Para nosotros, nada es imposible. Podemos hacer lo que sea.

Esta brecha generacional es la más amplia en la historia. La generación anterior a la década de 1950 no tiene nada que enseñar a los que vinieron después de 1950, y es por eso que el sistema escolar se cae a pedazos.

La generación anterior a 1950 se vuelve más desesperada. Los soñadores perturbamos el sueño sin sueños de Amerika. Ellos estaban vivos cuando Alemania creó campos de concentración para judíos y otros alborotadores.

¿Nos enviarán a nosotros, sus propios hijos, a campos de concentración?


Extraído de: DO IT! Scenarios of the Revolution, by Jerry Rubin, 1970.

Traducido por Odeen Rocha para Barbas Poéticas, febrero, 2018.


¡DIOS QUIERA QUE LLUEVA PARA UNIRNOS!

por Enrique Marroquín

Avándaro pasará a la historia del rock en Mexico como una fiesta excepcional. Era esperado con impaciencia, pues allí se consagrarían definitivamente algunos grupos chicanos, quienes con constancia y esfuerzo, ignorados hasta hace poco por las casas disqueras y emisoras de radio, se preocupaban en hacer una versión autóctona de rock. Y no solo era esto. Se trataba de que tuviéramos ya nuestro propio festival, tal como acontece en los países que llevan la batuta ondera. Por primera vez habría oportunidad para que toda la tribu subterránea pudiera congregarse, conocerse, manifestarse. La concentración seria, pues, concierto gigante; reencuentro con los amigos conocidos rolando por allá en la sierra; mitin político en pro de reivindicaciones generacionales; rito cósmico y tribal, y sobre todo, fiesta, la tradicional fiesta mexicana, hoy solo suvenir para turistas.

Y la voz fue rolando… allí estarían tonados. Radio Juventud intercalaba los discos chicanos, hoy muy solicitados, con el verbo alivianador de Carlitos Baca. Se reportaban chavos que aun tenían lugar en su nave y comenzó el peregrinar.

Cuando el festival de la isla de Wight, el señor Obispo había suspendió un congreso para planear con sus sacerdotes la presencia de la iglesia en un festival en la que acudiría un buen número de católicos. Se celebró allí la Santa misa con música de soul, y los sacerdotes, con sotana atendían a quienes deseaban confesarse. Naturalmente, esto aquí todavía no es posible. Avándaro podría ser la versión mexicana de Woodstock; pero también podría ser la de Altamont. Decidí estar también yo presente, para conocer mejor el significado de todo esto. El viernes por la tarde, me lancé con un grupo de chavos de mi colonia, la Guerrero. Bajo la lluvia pertinaz, que no nos dejaría en todo el tiempo, pequeñas hordas de chavos peregrinaban tribus que como iban pudiendo se acercaban al sitio donde se congregaría la nación Avándaro.

— Quiera Dios que mañana no llueva — dijo alguien cuando estábamos refugiados en los portales de Valle de Bravo.

—Y Dios lo querrá, pues venimos a unirnos y amarnos.

— Precisamente porque quiere que nos unamos y nos amemos, por eso permite la lluvia — les lancé la neta. — La lluvia une más para defenderse contra las inclemencias de la Naturaleza. Al mismo tiempo, permite ver de cuánto amor o de cuánto ego cada uno es capaz.

Cuando llegamos, la mayoría era de muchachitos de colonias proletarias, estudiantes de vocacionales y prepas, que alternaban conociéndose: “¿De qué colonia son ustedes?” “No, la buena onda está en la Santa Maria”. “Los chavos de Naucalpan”. “Las vibraciones de la Roma”… Cosa curiosa; durante el festival encontré a muy pocos hippies mexicanos de la onda alivianada, mística. Los pocos que había estaban más bien atrás, en refugios construidos holgadamente con ramas. Los de las clases más acomodadas llegarían hasta la noche del sábado en sus Mustang. Hippies gabachos daban la nota Folclórica con los atuendos más vistosos. Los chavos mexicanos habían improvisado como mejor pudieron sus trajes  “de gala” para la ocasión. Muy pocas tortitas. Pocas pero alivianadas…

A las primeras horas de la luz sabatina, los chavos de la rock-opera Tommy nos deleitaron con el estreno. Héctor Ibarra, el actor principal, a quien por cierto yo acababa de casar, no llegó por estar bloqueada la carretera. El director hizo su papel. Los chavos se dieron totalmente y lanzaron muy [buenas] vibraciones al público, a pesar de las pésimas condiciones en que tuvieron que trabajar. Un grupo de hermanos gabachos nos enseñaron ejercicios yogi bien efectivos para entrar en onda sin necesidad de droga. Desde la plataforma se daban avisos; Los extraviados podían encontrarse, se mantenían [todos] en orden, se auxiliaba a enfermos.

El sol ya dejaba hacer sentir su calor. Los hermanitos colocaban sus cobijas a secar. Hacía calor, y cerca pasaba un refrescante arroyo para darse un chapuzón. Recordaremos el baño de la sierra.

Después, procuramos un poco de refine. Faltaron víveres, y los precios eran caros para este público. Por la tarde, la lluvia se reanudó. Un grupo no programado, Sociedad Anónima, metió en onda a la multitud, quien recordando el patín de Woodstock, comenzó a exorcizar la lluvia a gritos rítmicos del tam-tam eléctrico: “No rain, no rain”. Tochos gritando bailando, golpeando botes… formando un solo cuerpo, vibrando juntos, sin que nadie le importase la lluvia. Esta se tuvo que retirar. Dos helicópteros gandallas volaron sobre los componentes tirando tiendas y papeles.

Comenzamos a prepararnos para el concierto. A preparar la defensa contra la lluvia nocturna, y la defensa contra invasión de quienes llegarían mas tarde y querrían quitarnos nuestros lugares, que nos correspondían por derecho “primo carpientis”. Se construyeron verdaderas barricadas, con ramas, cordones o lo que fuera. Se improvisan refugios de lo más variado, según la iniciativa de cada grupo y poco a poco nos fuimos aislando. Ya no se podría ir por agua o al baño. A mí se me ocurrió salir para dar un rol y ya no pude encontrar a mis compañeros. Hube de quedar sin refugio. Ya había oscurecido, y de un momento a otro comenzaría el festín. Entonces fue el momento del atice general, según los hornazos que llegaba a ratos. No llovía y parecía que iba a haber buen patín.

Entonces fue llegando la tropa que venía precisamente al concierto. Los mejores lugares ya estaban ocupados y defendidos. Lo más cómodo para los gandallas fue invadir la zona reservada y las instalaciones, pese a las amonestaciones encarecidas o las rechiflas de la multitud ya congregada anteriormente. Unos chavos con la bandera, al grito de “¡Avándaro! ¡Avándaro!”, se lanzaron hacia delante. Otros los siguieron. Gritos de “!Abajo tiendas¡” , y los refugios cayeron. La multitud presionaba. Había mucho acelere entre el público. Muchos chavos no agarraron la onda. Creyeron que para alivianarse había que meterse chochos, pastas y cuando fuere. No sabían que el verdadero alivianado ya no necesitaba de drogas. Como en el “Festival del naranjazo” en Chapultepec, volaron objetos. Esta vez, latas vacías de cerveza. Hubo demasiado alcohol, y parece que las cheves dejaron buena feria a los comerciantes. Muchos azotados. Palabras soeces. Se tuvo que dar luz verde a las encueratrices, y ya entonces el público se desentendió del rock. Varias veces se tuvo que interrumpir la pieza a la mitad. El público pedía grupis y morbo. ¡Para eso váyanse a un burdel!” gritó una voz. Aprovechando el desorden, hubo rapiña, y perdimos bastantes cosas. Los organizadores perdieron el control, y vimos momentos de suspenso. Ahora podría suceder cualquier cosa. Afortunadamente la mayoría del público hizo esfuerzos por controlarse, y la cosa no paso a mayores.

La música no se pudo apreciar bien en estas condiciones. Daba [la] impresión que a buena parte del público no le interesaba. Los Dug Dug’s abrieron la fiesta. Todo un show. El gentil Armando dio todo lo que tenía. “No nos gustan sus costumbres”, cantaban refiriéndose a la gente del sistema. Tochos gritaban al compás de su flauta mágica: “¡Avándaro!,!¡Avándaro!”. El Epilogo lanzó buenas vibraciones. Los Tequila muy gruesos prometen; Micky salas y Maricela, la Janis Joplin mexicana. Lástima que fue entonces cuando el desorden se hizo mayor. Peace and Love totalmente identificados con este público, Lo arrebataron. Todo mundo cantaba “¡Mari… Marihuana!”. Representan el lado sucio, funky, del rock chicano. El Ritual decepcionó. Acaso por estar ellos mismos decepcionados del público. Gustó Bandido y Three souls in my Mind cerró con broche de oro la fiesta.

A la madrugada, un corto circuito interrumpió la luz. Precisamente cuando iba a cantar Mayita, una chava que yo había conocido hacía tiempo. La lluvia era pertinaz, Estábamos cansados, y previendo dificultades para el regreso decidí pirar. Entonces comenzó la cruel y heroica retirada. Bajo la lluvia, como un ejército derrotado, millares de jóvenes hambrientos, con sed, desvelados de dos noches, agotados, cargando sus cosas, avanzaban penosamente por la carretera. Una larga fila de autos parados avanzando a vuelta de rueda. No sé por qué no se previó que 100 mil asistentes tendrían que regresar. Avándaro es un bello lugar, ideal para que los juniors puedan ir en coche a ver unas carreras. Pero no para esta población que carecía de dinero incluso para su boleto. Algunos iban enfermos. Todos hambrientos, devastando algún plantío de maíz para poder comer cualquier cosa. La fiesta había terminado…


Publicado originalmente en la revista Piedra Rodante, septiembre, 1971.

Transcripción desde el sitio de robquero.

Transcrito, corregido y editado por Odeen Rocha para Barbas Poéticas, mayo de 2016.


Esto es Barbas Poéticas – Manifiesto

Una poesía, una literatura, una música para disfrutar cuando sea. Cuando seamos.

La poesía es de todos y es a diario.

Barbas Poéticas pretende ser eso. Uno de muchos instrumentos que llevan el oficio de la escritura como un elemento de diversión, de descripción del mundo en que vivimos. Sin ser académicos o aburridos o estar metidos en una u otra corriente formal. Sin preocuparse si la rima quedó en la sílaba correcta o si el haiku tiene el ritmo adecuado. Es de ser. De ser donde estés.

Desde hace mucho ha habido poetas que han llegado a quitar, a arrancar a la poesía —al lenguaje, en un panorama más amplio— de ese proceso soso y aburrido que lo tiene la mayor parte del tiempo dependiendo de quién dice cómo y cuándo debe o no estar en algún lugar o salir de alguna boca.

Desde los Beats en San Francisco, cuando llegaron a poner la prosa y la poesía en el primer plano de la expresión, sin filtros, desde el sentimiento hasta el papel; los Onderos mexicanos que tomaron su ejemplo y lo transformaron. Parménides, el único Beat genuino de la Colonia Narvarte y de la literatura mexicana de los sesenta. Todos ellos que escribieron viviendo sobre lo que eran y lo que fueron siendo. Los infras que boicoteaban lecturas formalísimas con los “maestros” de las letras nacionales sólo porque sí. Porque era aburrido pensar —y aún lo es— que un libro de poemas con todo y su poeta incluido deben ser formales, serios, siempre hablar en metáforas, matar de aburrimiento a todos los que no estén ocupados fingiendo que entienden sus recovecos y figuras dificilísimas, complejísimas dotados de esas habilidades y sensibilidad que sólo ellos y sus colegas pueden identificar o siquiera imaginar. Eso no es la poesía. Al menos no la poesía que nos gusta.

La poesía que nos gusta es que la que está en el aire cuando la necesitamos. Que llega ahí, al lugar indicado para hacernos sonreír o llorar o gritar o gruñir justo cuando hace falta sonreír y gritar y gruñir. Escribirla justo en el momento que es necesario escribirla y leerla en el instante que nos da la gana. La libertad de decir quién nos gusta y quién no. Usarla para divertirnos, y no para enamorar.

Una poesía, una literatura, una música para disfrutar cuando sea. Cuando seamos.


Así, de Barbas.


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