Para John Blacking, la música se constituye de “sonido humanamente organizado”, sentido que, para él, la voluntad humana es instituyente de creación y organización bajo determinadas formas el sonido existente o potencialmente existe en el mundo. De hecho, en Blacking, hay una defensa insistente a lo largo de su obra más conocida ¿Hay música en el hombre? Respecto a su búsqueda de relación entre los patrones de organización social humana y los patrones de sonido resultado de la interacción organizada (Blacking,1973:69).
Así mismo, piensa que la música puede expresar actitudes sociales y procesos cognitivos cuando es escuchada por oídos preparados y receptivos que han compartido o comparten de alguna manera las experiencias culturales e individuales de sus creadores (Blacking, 1973:111). Aunque el objetivo de este texto no es probar la veracidad de las tesis de Blacking, sino analizar la idea de cómo la música, durante el siglo pasado y el presente, se ha convertido en un vehículo de ejercicio del poder por parte de quienes controlan su concepción, producción, comercialización y distribución al público mayoritario. Tampoco me propongo hacer una historia de este fenómeno, sino de ser posible, entender cómo el poder fluye y se asienta en las actitudes de los oyentes, que pese a lo distintos que puedan ser entre sí, manifiestan actitudes similares, que por lo general conduce a la de ser un oyente-consumidor pasivo.
En este ensayo, poder se define a partir de Richard Newbold Adams como “la capacidad para lograr que alguien haga lo que nosotros queremos mediante nuestro control de los procesos energéticos que le interesan” (Varela, 2002 :91).
No busco tampoco detallar cuales son específicamente los “procesos energéticos” que se controlan por parte de quienes manejan o controlan el mercado de la música, dado que es un tema con una amplitud que rebasa este modesto trabajo. Más bien, la idea es exponer a la luz de los autores en juego, cómo la música es un motivador de actitudes, acciones sociales, formas de consumo y asociación humana. El poder en este caso como control de procesos energéticos, se concentra en la idea de la conducción del gusto mayoritario a ciertos mercados, formas musicales y preferencias estéticas, las cuales son de hecho una forma de conducción social o control mediante mecanismos y aparatos de difusión encargados de esto.
La música es en términos burdos, sonido, ondas sonoras que viajan a través del aire y que son percibidas por nuestro organismo gracias a que contamos con un órgano receptor capaz de decodificar estas ondas en impulsos eléctricos interpretados por nuestro cerebro. Como tal, la música es una manifestación de la física de nuestro universo que obtiene significado a través de las complejas estructuras mentales que nuestro cerebro ha generado.
Jacques Attali, menciona que la música es “[c]iencia, mensaje y tiempo, la música es todo eso a la vez; pues ella, por su presencia, es modo de comunicación entre el hombre y su medio ambiente, modo de expresión social y duración” (Attali,2011: 19). En parte a ello se debe el enorme éxito que la música ha tenido como comunicador de toda gama de expresiones humanas, desde las más abstractas, hasta las más concretas. La música también ha tenido un enorme éxito como aglutinante de mensajes políticos, lo que es más no solo como vehículo de mensaje político, sino como una manifestación de este. Bajo esta lógica es responsable de la forma y objeto de normativización de los sujetos desde quienes ejercen el poder en una sociedad. Attali cita el caso de Carlomagno y el canto gregoriano, estableciendo la unidad política y cultural de su reino mediante la imposición del canto gregoriano. Así mismo, en China la música del palacio recibía una gran inversión estatal, tan así que el emperador autorizaba las formas de música asegurando el buen orden de la sociedad y con la prohibición de aquellas que pueden inquietar al pueblo (Attali, 2011:25-26).
La Biblia marca un precedente también al señalar a la música como un marcador de momentos sociales, políticos o normativos, su presencia es un marcador de actitudes cambios en la actitud de los seres humanos. El libro del Éxodo narra el momento en que Moisés descendió de la montaña Sinaí con las tablas de la ley y al encontrarse con el juez Josué, este le dijo:
“[…] No suena a cantos de victoria, ni tampoco suena a lamentos de derrota. Lo que oigo suena a cantos de otro tipo”.
(Éxodo 32: 18)
La idea subyacente detrás de este pasaje tiene que ver a la extraña naturaleza de lo que podía ser el sonido de ese “canto”, lo que por supuesto, los alertaba acerca de la desviación a la norma religiosa que estaba sucediendo en ese momento en el campamento judío. Este ejemplo muestra de una manera clara, cómo para un marco social, la música suele marcar ciertas condiciones de “normalidad” social y religiosa en este caso, relevantes para el momento en el que las acciones involucradas se llevaban a cabo, es decir, la desviación del pueblo judío de las normas de Dios.
Sin embargo, me salta a la vista la pregunta ¿Sucede lo mismo con la música en el contexto capitalista global que vivimos hoy en día, en el que la música se ha transportado a distintos ámbitos de la vida social, con mayor diversificación que en la antigüedad? Y no solo eso, sino que también es pertinente que un análisis tome en consideración el fenómeno de hiper individualización del consumo de la música a partir de su venta y consumo en masa desde que comenzó a ser grabada y vendida como producto de consumo cultural desde la primera mitad del siglo pasado.
La primer banda o grupo de jazz que logró grabar su música fue la Original Dixieland Jass Band, en el año de 1917. Dicho grupo lo lideraba un norteamericano de origen italiano llamado Nick LaRocca (Odjb.com, 2017). Esto inició la era de la música popular grabada, que se incrementó durante la época de las Big Bands a mediados de la primera mitad del siglo pasado. Notoriamente, el relato historiográfico dominante de la música popular del siglo veinte, siempre empieza en la década de los 50, como si la posguerra fuese el inicio de la gran fiebre comercializadora de la música popular hasta hoy. Y en cierto modo lo es. La época anterior de las Big Bands y de los virtuosos músicos de Jazz como Dizzie Gillespie, Charlie Parker o Duke Ellington, habían satisfecho más bien la demanda de un mercado enfocado en los adultos, dada la dominación adulta del poder adquisitivo en la época y en el que el mercado se concentraba primordialmente. La ruptura llega en los años sesenta y autores como Michael Ochs, lo describen de la siguiente manera:
Los sesenta fueron los años de la guerra, y no solo en Vietnam. En Estados Unidos hubo una guerra total entre la adolescencia y la adultez. Éramos NOSOTROS contra ELLOS. Estados Unidos tenía cabello largo, amor libre, conciencia expandida, nuevos máximos, nuevos mínimos, nueva ropa y música. ELLOS eran cuadrados, heterosexuales, egoístas, arcaicos e imperialistas. Todo esto se comunicó a través de la escena musical en expansión.
(Ochs, 2015: 6).
Con la ruptura generacional, viene la idea de cambiar el mundo. Con la llegada del hipismo y la “contracultura” de los 60, lo que parecía ser un gran tsunami revolucionario que abanderaba el cambio de raíz en todo aspecto de la realidad de la sociedad, terminó absorbido por la materialidad y la capacidad aprovechadora del capitalismo. Gran parte de la tesis del primer capítulo del libro “Rebelarse Vende” de Joseph Heat y Andrew Potter, analiza este fenómeno (Heat y Potter, 2009).
Solo basta zambullirse en los principales hits de los años 60 para entender cuál era la dinámica musical-cultural. Fortunate Son de Creedence Clearwater Revival, Volunteers de Jefferson Airplane, Foxey Lady de Jimi Hendrix, Sympathy for the Devil de los Stones, el Álbum Blanco de los Beatles y 21th Century Schizoid man de King Crimson son muy contados ejemplos que nos hacen ver cuál era el panorama ideológico del momento. ¿Qué tiene que ver eso con el poder? La idea no es desvelar una gran conspiración del mercado capitalista mundial para controlar la música y su mercado, con el fin siniestro de controlar la mente humana. La idea es más bien, entender cómo las tendencias del mercado capitalista, se han hecho de la naturaleza humana juvenil para rehacerla y reaprovecharla hasta convertirla en su mercado más fuerte, poderoso, vigoroso y lucrativo (y ni decir que incluso la fuente de su eterna juventud-identidad actual).
Desde que se inventó el cilindro de fonógrafo, hasta las modernas plataformas de música streaming, como Spotify, la música pasó del espacio de la solemnidad de las salas de ópera, de la energía lúdica del festival en un barrio proletario, al paquete de la privacidad, la calma y el solipsismo de la interpretación personal. La música ha tenido el poder de durar décadas cristalizada en un solo estado. Podemos escuchar a detalle el día de hoy la espaciosa y fría intelectualidad de Kind of Blue de Miles Davis tan fresca como en 1959. Encuentra nuevos espacios de reproducción y los significados van mutando. Los sonidos físicos y materiales siguen siendo los mismos, pero sus interpretaciones no. No es lo mismo aquel que tenía el año de su presentación al mundo, ante el núcleo de músicos y especialistas en el tema que veían en este disco una revolución en el género, a la forma en como un usuario promedio, cultivado en un snobismo propio de quienes escogen escuchar jazz a reggeaton, interpretan la experiencia sonora de la obra de Miles.
Pero el poder de trasformar la realidad del escucha sigue ahí, intacta y su cualidad como producto, como veta monetaria, también sigue intacta. El fetiche de la mercancía, tal como lo describió Marx, sigue siendo ese fantasma que cubre a los objetos de un misticismo que no deja ver sus cualidades reales, pero se disfraza de distintas cosas, según el requerimiento del consumidor. La “mistificación” del sonido es de hecho un envoltorio subjetivo y personal, pero también una imposición cultural.
“Por eso, si queremos encontrar una analogía a este fenómeno, no tenemos más remedio que remontarnos a las regiones nebulosas del mundo de la religión, donde los productos de la mente humana semejan seres dotados de vida propia, de existencia independiente, y relacionados entre sí y con los hombres. Así acontece en el mundo de las mercancías con los productos de la mano del hombre. Y a esto es a lo que yo llamo el fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo tan pronto como se crean en forma de mercancías y que es inseparable, por consiguiente, de este sistema de producción”
(Marx, El Capital, Lib. I, t. I)
El artista, el músico, al igual que otros productos del sistema capitalista, corresponde a una mistificación del sujeto productor del sonido físico. El fetiche opera en dos canales: a partir de la imagen del músico como un ser aparte del mundo, con esa aparente vida propia insuflada a partir de un aura de divinidad hechiza que le caracteriza. Así, pasamos del músico paria, del creador de arte cuya vida personal e infortunios no son la preocupación principal del escucha, a un ser de características cuasi-divinas que no solamente aporta creaciones lirico-musicales al mundo, sino que dicta conductas, formas de vestir, de conducción ante la realidad y actitudes sociales, políticas, religiosas y políticas. En muchos casos, sustituyen a los modelos religiosos tradicionales en cuanto a roles de conducta, formas de vivir la religiosidad y lugar a donde dirigir la devoción, en lugar de a las deidades tradicionales
El segundo canal es el producto que vende. Pasamos de una época en la que se vendía el acetato, el disco como una adquisición que pasó de ser un simple producto a vender todo un mercado de actitudes y formas de ser, que como ya bien mencioné, vienen aparejadas con una suerte de eidolon ¿En qué momento pasamos de la muerte de ciertos personajes como sucesos tristes, trágicos o sencillamente dolorosos, a hilar teorías de conspiración, esculpir mitos y crear actitudes ante la vida como estarían cristalizadas en la muerte de ídolos del grunge como Layne Staley y más conocido el caso de Kurt Cobain? ¿De qué manera opera el poder y el ejercicio dirigido y consciente desde ahí? ¿Cuál es su naturaleza? ¿Existe o se puede hablar de un poder? Imposible a estas alturas no hacer esta distinción: El poder que la música como manifestación sobre sujetos humanos como tales moldeando sus actitudes y perspectiva ante la vida es aquel que viene dictado desde la lógica del mercado y la distribución del arte cristalizado en productos.
Este segundo aspecto está bien expuesto en la forma en cómo el consumo y los hábitos asociados y la venta de música llevaron a los productores de discos todos estos años a modificar sus formas y concepciones de distribución. A este propósito, la definición de Newbold Adams respecto al poder, hace aparición en cuanto a que poder es “la capacidad para lograr que alguien haga lo que nosotros queremos mediante nuestro control de los procesos energéticos que le interesan” (Varela, 2002:91).
Este poder a menudo parece estar centralizado en un lugar en el imaginario popular. Sin embargo, es una larga red de conexiones sociales que posibilitan su existencia y transmisión. La música actualmente está motivada mayoritariamente por la experiencia del consumo y la renovación constante. Está despojada de la creación natural que conlleva una serie de millones de conexiones neuronales, experiencias culturales, sociales y la multiplicidad de motivaciones del artista como creador, y en cierto modo se le ha reducido a la categoría de “coca-colas” culturales.
Esto en parte explica la constante sucesión de “hits” temporales de los cuales nadie se acuerda de un verano para otro, el sonido se uniformiza y se promueven hasta el cansancio en plataformas digitales como Spotify o Itunes, formas musicales para el consumo solamente, encima del gusto o la personalización de cada uno de los usuarios. Simon Frith dice al respecto:
El sociólogo de la música popular contemporánea se enfrenta a una masa de canciones, discos, estrellas y estilos que existen debido a una serie de decisiones, tomadas tanto por productores como por consumidores, sobre lo que es «bueno». Los músicos escriben melodías, tocan solos y programan computadoras; los productores hacen selecciones de diferentes mezclas; las compañías discográficas y los programadores de radio y televisión deciden qué se lanzará y tocará; los consumidores compran un disco y no otro, y concentran su atención en determinados géneros. El resultado de todas estas decisiones aparentemente individuales es sin duda un patrón de éxito, gusto y estilo que puede explicarse desde un punto de vista sociológico, pero también es un patrón con raíces en el juicio individual.
(Frith, 2003: 203)
El poder se revela aquí difuso, aparentemente distribuido en una enorme red “democrática” de decisiones que configuran el gusto popular. Pero en realidad el poder “popular” queda reducido a un sondeo de mercado en el que las tendencias más proclives a ser vendidas, son las que se introducen al mercado, se producen y promueven como “gusto popular”. El poder y el control de los procesos energéticos está asentado en las grandes discográficas que crean el producto-artista y su “creación” musical y la promueven como el resultado de una creación artística genuina. No es que se niegue la existencia de la creación artística genuina en momento alguno, pero es importante señalar, sí, que el mercado mainstream musical, es una creación comercial más bien dominada por la proclividad que tiene la música como mercancía a ser vendida, lo que justo en cuanto a ejercicio de poder, compete a los grandes figuras de las grandes discográficas, el poder de decisión sobre qué sonidos, discursos, actitudes, manifestaciones sociológicas, culturales, políticas e identitarias existen. Y no, no es para nada inocente. Pues si el poder consiste según Adams en el “control de los procesos energéticos que nos interesan”, hay un proceso energético intrínseco a la música que se nos escapa y que está inserto en el carácter mismo de su concepción.
Esto es la capacidad de crear nuevos mundos e insertar utopías y distopías en su interior. Aunque como vuelve a señalar Frith:
El atractivo de la música misma, la razón por la cual gusta a la gente y, lo que es más importante, el significado de ese «gusto», quedan enterrados debajo de un análisis de las estrategias de venta, la demografía y la antropología del consumo.
(Frith, 2003: 203).
De ahí que dentro de la oferta de venta musical tengamos productos aparentemente tan dispares como Maddona y Phil Collins por un lado y Calle 13 o Rage Against the Machine por el otro, con mensajes tan opuestos en apariencia, pero que en esencia se trata de productos funcionales para una industria que busca venderlos en cantidad y que, además, en el fondo, funciona como un tentáculo de la ideología dominante, desde el punto de vista Gramsciano.
La música es una actividad humana necesaria para su bienestar como tal. Por ello expongo que es un proceso energético humano del que su control interesa ampliamente a las clases dominantes, no solo por su potencialidad gigantesca como mercado (algo ultra demostrado las décadas precedentes desde que se inventó el soporte en cualquiera de sus formas: cilindro fonográfico, disco de vinilo, CD o Mp3), sino como difusor de ideología, actitudes y acciones. Tiene el potencial de exaltar los sentimientos o apaciguarlos. Tiene el poder de convertir los momentos más tristes en lo más sublime y los más alegres en una ceremonia de celebración a la vida o de unir a los hombres y mujeres más dispares en un solo grito, acción, sentimiento o propósito. La música es poderosa, ejerce un poder que ningún arte o manifestación humana puede presumir.
Por ello, el estudio del poder y la música combinados, es materia mucho más amplia de lo que da un modesto ensayo podría decir sobre la materia. Diría que, en líneas generales, apenas logro esbozar una problemática que me llevaría libros añadido a décadas de profundización. Así mismo, desearía apuntar que la idea de combinar ambos conceptos, no necesariamente hace que estemos ante la idea del poder como algo negativo. El poder se desdobla de muchas maneras y su ejercicio no está exento de bien o mal, según se vea.
Y parte de ese poder también está manifiesto en la capacidad que tiene de hacer lo que uno quiera. Wynton Marsalis, un reconocido músico de Jazz estadounidense, resume bien la idea con la que quiero cerrar este ensayo cuando dice:
En la música, al igual que en la vida, escuchar atentamente te hace valorar a los demás. Las personas que saben escuchar suelen tener más amigos y su consejo suele ser más valorado. Una persona paciente y comprensiva vive en un mundo más amplio que esos que creen saberlo todo (por muy carismáticos que sean). El jazz te agudiza esa facultad porque tienes que seguir las ideas de los músicos y escuchar lo más profundo del ser humano. El sonido de la humanidad -tanto si estás sentado en la mesa de un club de jazz como si tocas la trompeta – procede del conocimiento de lo bueno y de lo malo de la vida.
(Marsalis y Ward, 2015:101)
Tal vez, si un día lográramos despojar a la música de su prisa por ser vendida y nos centráramos en el poder que tiene como creadora de dinámicas culturales, psicológicas y políticas, lograremos entonces establecer un puente entre aquellos que aparecen como diferentes entre sí y hacia nosotros, pero que al final, nos une algo universal e innegable a cada cultura humana: el placer y el talento de producir música.
Bibliografía
Attali, J. (2011). Ruidos. Ensayo sobre la economía política de la música.. 1st ed. México, D.F.: Siglo XXI.
Blacking, J. (1973). ¿Hay música en el hombre?. 2nd ed. Madrid: Alianza editorial.
Filosofia.org. (2017). Fetichismo de la mercancía en el Diccionario soviético de filosofía. [online] Disponible en: http://www.filosofia.org/enc/ros/fetm.htm [Consultado el 29 Jun. 2017].
Hall, S. and Du Gay, P. (2003). Cuestiones de identidad cultural. Buenos Aires: Amorrortu Editores. Heath, J. and Potter, A. (2009). Rebelarse vende. 1st ed. Madrid: Taurus.
Marsalis, W. y Ward, G. (2015). Jazz. Cómo la música puede cambiar tu vida. 1st ed. Barcelona.: Paidós.
Ochs, M. (2015). 1000 record covers. 1st ed. K晦ln: Taschen. Odjb.com. (2017). [online] Disponible en: http://odjb.com/jazz_history.html [Consultado el 29 Jun. 2017].
Traducción del Nuevo Mundo de las Santas Escrituras. (2019). Nueva York: Watchtower Bible and Tract Society of Pensilvannia.
Varela, R. NATURALEZA/CULTURA, PODER/POLÍTICA, AUTORIDAD/LEGALIDA D/LEGITIMIDAD Antropología Jurídica. Perspectivas Socioculturales En El Estudio Del Derecho. 1st ed. Barcelona y México DF.: ed.Esteban Krotz, 2002
Un ensayo de Héctor Ramírez para Barbas Poéticas, 2020
