Burroughs, Joan Burroughs y Yonqui

Eran jeringuillas de morfina que habían sobrado de la Segunda Guerra Mundial y las vendían personajes del ejército o de la marina desperdigados en Times Square que, en aquella época, tenía mucho menos vigilancia y era un lugar más libre.


Por Allen Ginsberg

En 1951, de manera involuntaria, Burroughs mató a su esposa en México emulando el disparo de Guillermo Tell. Había colocado un vaso de ginebra en la cabeza de su esposa y, ya borracho, insistió en que le dispararía al vaso, pero falló. Yo había estado con ella un mes antes y tenía una actitud suicida, así que cuando me enteré del accidente, concluí que, de alguna manera, se había suicidado a través de su esposo. Después de ese hecho, Burroughs comenzó a escribir. Varias partes de su libro Yonqui son los textos que me envió en forma de cartas desde México. Se publicó por primera vez en 1953 y yo fungí como coeditor y agente de aquellos escritos.

Hay un par de fragmentos de Burroughs en el prólogo de Yonqui. «Yo he aprendido muchísimo gracias a su uso: he visto medir la vida por las gotas de solución de morfina que hay en un cuentagotas» [1]. Aquí parafrasea a T. S. Eliot. Tanto Eliot como Burroughs son de San Luis y tienen un tono de voz similar, [el de] la aristocracia de San Luis. Después de todo, son muy similares en [su] método para estructurar sus obras. De hecho, la prosa cut-up que después desarrolló Burroughs es una extensión, a mayor escala, de la novela de prosa panorámica La tierra baldía, que también es un collage o cut-up. La tierra baldía y Burroughs casi son intercambiables. Tomemos, por ejemplo, 100 líneas de Cobble Stone Gardens de Burroughs o alguno de sus trabajos posteriores e integrémoslos a La tierra baldía, estilísticamente son muy similares.

A pesar de su gran genio, Eliot sólo produjo unas cuatro o cinco páginas de collages altamente sofisticados. [Es como si] ése hubiese sido su límite o como si no hubiera querido producir más. En el prólogo de Yonqui hay otra frase interesante: «Sabían que, en el fondo, nadie puede ayudar a nadie» [2]. No hay ninguna clave, ningún secreto que alguien más tenga que el que Burroughs puede brindarnos. Verdaderamente implacable.

Se parecía a George Raft, aunque era más alto. Norton estaba intentando mejorar su inglés y adquirir unos modales afables, educados. Sin embargo, en él la afabilidad no resultaba natural [3].

Una forma muy peculiar de decir que era muy cruel. Una sutileza excepcional, como las de Hemingway o las de las historias de detectives duros. Aquí surge un estilo que Burroughs utilizaría más tarde en su obra posterior, como en la famosa novela El almuerzo desnudo.

Jack […] no era una de esas ovejas perdidas en busca de un pastor con sortija de diamantes y pistola en la sobaquera que con voz firme y segura les sugiriera esos contactos, sobornos y planes que hacen que cualquier golpe suene a cosa fácil y de éxito seguro [4].

«Que con voz firme y segura les sugiriera esos contactos, sobornos y planes» se repite una y otra vez como si fuera la voz de un agente de la cia o la voz del mafioso supremo en los libros posteriores de Burroughs.

El hombre se sentó y bajó las piernas de la cama. Su mandíbula pendía sin fuerza, lo que daba a su rostro una expresión vacía. La piel de su cara era blanda y oscura. Tenía los pómulos prominentes, lo que le daba el aspecto de oriental. Sus orejas se separaban de su cráneo asimétrico formando ángulo recto. Sus ojos eran castaños y tenían un brillo peculiar, como si hubiera un punto de luz tras ellos. La luz de la habitación centelleaba sobre esos puntos de luz de sus ojos como un ópalo [5].

Es como una especie de luz que se inserta directamente en tu consciencia, como un insecto de la consciencia. En esta descripción, hay una despersonalización, como si se tratara de un insecto o un reptil. El objetivo de la descripción es que el rostro de la persona parezca una urna [chimu], o una urna maya, o una estatua de ojos huecos. Supongo que es el aspecto vacío que quiso capturar.

Yonqui comienza en Nueva York a mediados de la década de 1940, antes de que Burroughs conociera a Joan y antes de volverse adicto. [Lo que sigue] es la descripción de Burroughs de su primer encuentro con Herbert Huncke.

En muchas de aquellas miserables casas de apartamentos la puerta da directamente a la cocina. Eso pasaba en aquélla, y, por tanto, estábamos en la cocina.

Cuando Joey salió vi que allí había otro hombre y me estaba mirando. Ondas de hostilidad y desconfianza salían de sus grandes ojos castaños, como si fueran una especie de emisora de televisión. Casi te hacían sentir un impacto físico. El hombre era bajo y muy delgado; su cuello parecía bailar en el cuello de la camisa. Su tez era pardoamarillenta, y se había aplicado maquillaje en un vano intento de disimular una erupción de la piel. La boca se le estiraba por los lados con una mueca de aburrimiento petulante.

—¿Quién es ése? —dijo. Su nombre, como supe más tarde, era Herman.

—Es amigo mío. Tiene algo de morfina y quiere deshacerse de ella.

Herman flexión los brazos y dijo:

—De momento, no me interesa.

—Bien —dijo Jack—, se la venderemos a otro. Vamos, Bill [6].

Ese es el primer registro que Burroughs hace de Huncke.

Unas noches después de mi entrevista con Roy y Herman, utilicé una de las jeringuillas, lo que constituyó mi primera experiencia con la droga. Aquellas primitivas jeringuillas desechables consistían en un tubito de goma —semejante a los tubos de pasta dentrífica— con una cánula en un extremo. Había que introducir un alfiler por la cánula para romper el sello, y la jeringuilla ya se podía usar [7].

Eran jeringuillas de morfina que habían sobrado de la Segunda Guerra Mundial y las vendían personajes del ejército o de la marina desperdigados en Times Square que, en aquella época, tenía mucho menos vigilancia y era un lugar más libre.

La morfina pega primero en la parte de atrás de las piernas, luego en la nuca, y después notas una gran oleada de relajación que te despega los músculos de los huesos y parece que flotes sin sentir el contorno de tu cuerpo, como si estuvieras tendido sobre agua salada caliente. Cuando esta relajación se extendió por mis tejidos, experimenté un fuerte sentimiento de miedo. Tenía la sensación de que una imagen horrible estaba allí, más allá de mi campo de visión, y se movía cuando yo volvía la cabeza, de modo que nunca podía verla. Sentí náuseas; me tumbé y cerré los ojos. Vi pasar una serie de imágenes, como si estuviera viendo una película: un enorme bar con luces de neón que se hacía mayor y mayor hasta que calles, tráfico y las obras de reparación que se hacían en las calles quedaron incluidos en él; una camarera llevaba una calavera en una bandeja; vi estrellas en un cielo azul, radiante. Sentí el impacto físico del miedo a la muerte; el corte de la respiración; la detención de la sangre [8].

En esa simple frase está la clave de todo el desarrollo posterior de Burroughs como escritor. Es una descripción asombrosa de una fantasía o de estar parcialmente dormido, de un estado hipnótico, que incluye una imagen que simplemente se hace cada vez más grande hasta caer completamente en el sueño. Es la reproducción perfecta del estado de representación de la consciencia durante la primera experiencia con opiáceos. Aquí también es interesante el efecto de montaje, característico en la obra posterior de Burroughs. Las semillas de los efectos de su montaje y su cut-up ya se encuentran presentes en estos primeros escritos, que simplemente son descripciones reales y naturales de los fenómenos que sucedían en su mente y su experiencia visual. Un aspecto verdaderamente inteligente acerca de escribir esas descripciones es la capacidad de relatar un sueño así de forma rápida y nítida, básicamente porque se interesaba en los estados de la consciencia, al igual que en las descripciones externas.

Vamos a recorrer Yonqui y resaltaremos algunos fragmentos destacados, como los anteriores. Me he dado cuenta de que son claves en el desarrollo de sus escritos posteriores y de que las imágenes persisten a lo largo de su obra posterior. Aparecieron en un texto anterior llamado «Twilight’s Last Gleamings» que trata sobre el hundimiento del Titanic, el hundimiento de la civilización occidental. Algunas imágenes provienen de ahí, sin embargo, toda la gama del vocabulario de Burroughs acerca de imágenes alucinatorias viene de Yonqui. Una vez que se conocen las raíces, podemos apreciar las recombinaciones y permutaciones de estas imágenes y el humor que se desprende de ellas en su obra posterior. Volvió a ver a Huncke nuevamente en el Bar Angler, que en Yonqui llama Bar Angle.

Empecé a dejarme caer por el Bar Angle todas las noches, y solía ver bastante a Herman. Conseguí borrar la mala impresión que le había causado al principio, y pronto empecé a invitarle a bebida y comida, e incluso me pedía dinero prestado con cierta frecuencia. Entonces él no era adicto todavía. De hecho, sólo se pinchaba cuando alguien le invitaba. Pero siempre estaba colocado con algo —hierba, bencedrina— o con la mente obnubilada por los barbitúricos. Solía aparecer por el Angle todas las noches con un tipo asqueroso llamado Whitey. En el Angle había cuatro Whitey, lo que creaba cierta confusión. Este Whitey combinaba la susceptibilidad de un neurótico con la inclinación a la violencia de un psicópata. Estaba convencido de que le caía mal a todo el mundo, y eso era algo que le hacía sufrir horrores [9].

Es Burroughs enfrentándose a no querer ser como él mismo, a él le valía madre si a nadie le caía bien. Llegó a decir que, cuando era joven, se sentía totalmente fuera de todo, como un paria, lo cual nos conduce al culo parlante de El almuerzo desnudo, que se queja de que nadie [lo] ama.

La primera impresión de Burroughs sobre los pachecos es muy divertida. En aquella época, consideré que el siguiente pasaje era muy divertido, y también Kerouac. Se trata de las aventuras de Burroughs como traficante de marihuana, que intenta ganarse la vida vendiendo mota. Éste fue su comentario cínico acerca de la idea romántica de andar en las calles y ser un héroe criminal que vende hierba.

Herman contactó a otros fumetas. Pero todos nos ponían los nervios de punta. En la práctica, traficar con hierba sólo trae quebraderos de cabeza. Para empezar, ocupa mucho sitio. Se necesita una maleta llena para conseguir algo de dinero. Si la pasma llama a la puerta, es lo mismo que tener una bala de alfalfa.

Me reí al llegar a este punto porque evidentemente era cierto y gracioso; esa idea y lo chistoso de estar atrapado con una bala de alfalfa es algo a lo que no estamos predispuestos.

Los fumetas no son como los yonquis. Un yonqui suelta el dinero, coge la droga y se las pira. Pero lo fumetas no. Esperan que el camello los invite a unos canutos y a sentarse para charlar un rato. Y tienes que aguantar todo eso para vender dos dólares. Si vas directamente al grano, dicen que los deprimes porque haces que se sientan miserables. De hecho, un tipo que trapichea con hierba nunca debe reconocer que lo hace por negocio. No, él sólo facilita un poco de hierba a algunos amigos y amigas, una travesura. Todo el mundo sabe que es un camello, pero está mal decirlo. Dios sabe por qué. A mi juicio, los fumetas son inescrutables.

Hay muchos secretos comerciales en el negocio de la hierba, y los fumetas guardan esos supuestos secretos con una tozudez estúpida. Por ejemplo, la hierba tiene que estar curada, porque, si está verde, raspa la garganta. Pero pregúntale a un fumeta cómo hay que curarla, y te dará una respuesta ambigua poniendo cara de tonto. Quizá el uso continuado de la hierba afecte al cerebro, o tal vez los fumetas sean estúpidos por naturaleza [10].

En aquella época, yo tenía una noción romántica sobre fumar mota, pero Burroughs era realmente cínico e inteligente. Inmediatamente ve a través de todo sin ilusiones. Él ya me había inoculado ese desencanto en 1950; sin embargo, persistía el romanticismo de la década de 1960 por el que todos pasamos, nos veíamos ridículos con nuestras sudaderas de pachecos y con el romanticismo de todo el ethos de la mota.

Los médicos de aquella época (1945-1948) tenían un registro histórico que mostraba que los opiáceos no siempre habían sido ilegales y que no siempre había habido la histeria paranoica y nacionalista en torno a la droga y los drogadictos. Más o menos durante la etapa de la Segunda Guerra Mundial, a los yonquis [se les consideraba] gente enferma que iban al médico o a la farmacia a comprar su heroína o su opio en un mercado abierto. El número de yonquis en Estados Unidos era ligeramente limitado, no como ahora, debido a que el nexo con el dinero ha entrado en el tráfico de drogas. Es precisamente ese nexo con el dinero el que ha causado la propagación de la droga, incluso más que el encanto propio de la droga, lo cual no deja de ser extraño. En otras palabras, los yonquis tienen que salir a conseguir trabajo, pero no lo logran porque el mercado es muy inestable. [Por ejemplo], el bueno de las 11 de la mañana llega tarde, así que tienes que verlo a las 2 de la tarde. Es una vida inestable, por lo que tienes que ganártela traficando droga para otras personas. Por lo tanto, todos los yonquis quieren tener clientes para trabajar y obtener su droga de la que venden, así es como el nexo con el dinero hace que la drogadicción se propague.

Lo que sigue es una descripción que Burroughs hace de los médicos que recetaban morfina en la década de 1940.

Los médicos tienen diversas actitudes a la hora de recetar. Unos sólo lo hacen si están convencidos de que eres un adicto, otros sólo si están convencidos de que no lo eres. La mayoría de los adictos cuentan historias gastadas por años de uso. Muchos hablan de piedras en la vesícula o el riñón. Ésta es la historia que se cuenta con mayor frecuencia, y hay médicos que se levantan y le enseñan la puerta al paciente en cuanto les habla de cálculos en la vesícula. Solía obtener mis mejores resultados con la neuralgia facial, porque me había aprendido los síntomas de memoria. Roy tenía en el estómago una cicatriz de una operación, y la utilizaba para apoyar su historia de cálculos en la vesícula. 

Había un médico viejo que vivía en una casa victoriana de ladrillo por las calles Setenta Oeste. Con él bastaba presentar un aspecto respetable. Si uno conseguía entrar en su consulta, la cosa estaba hecha, pero sólo extendía tres recetas por paciente. Otro médico siempre estaba borracho y había que cogerlo en el momento justo. A veces extendía la receta mal y había que volver para que la corrigiera. Entonces, podía decir que la receta era falsa y echarte de su casa. Había un médico senil al que era necesario ayudarle a escribir la receta. Se olvidaba de lo que estaba haciendo, dejaba la pluma a un lado y se ponía a recordar a los importantísimos pacientes que había tenido. En especial, le gustaba hablar de un hombre, un tal general Gore, que en una ocasión le había dicho:

—Doctor, he estado en la Clínica Mayo, y puedo asegurar que usted sabe más medicina que toda la clínica junta.

Era imposible pararlo, y el adicto se veía obligado a escuchar pacientemente. Muchas veces, la mujer del médico aparecía en el último momento y rompía la receta, o se negaba a confirmarla cuando llamaban de la farmacia.

Por lo general, los médicos ancianos extienden recetas con mayor facilidad que los jóvenes. Los refugiados extranjeros constituían un buen terreno, pero los adictos enseguida los quemaban. En ocasiones, un médico montaba en cólera ante la simple mención de estupefacientes y amenazaba con llamar a la policía.

Qué gran frase.

Aunque no se crean la historia que les largas, quieren escucharla. Es algo semejante a esos rituales con que guardan las apariencias los pueblos orientales. Un hombre interpreta el papel de médico fiel al juramento hipocrático que no extendería una receta que violara sus principios éticos ni siquiera por mil dólares, el otro se esfuerza por parecer un enfermo auténtico. Si dices: «Mire, doctor, quiero una receta de estupefacientes y estoy dispuesto a pagarle por ella el doble de lo normal», el matasanos monta en cólera y te echa de su consulta. Es necesario saber comportarse con los médicos o no se va a ninguna parte [11].

Kerouac y yo leíamos aquellas páginas y decíamos: «¡Burroughs es súper inteligente!» No conocía a nadie en Columbia que relatara así los hechos, que tuviera esa inteligencia, y sigo sin conocer a nadie más divertido que Burroughs. El suyo no es un sentido del humor cínico, simplemente observa y no escribe mamadas, es un humor excelente y generoso.

Una imagen temprana que se repite una y otra vez en la obra de Burroughs apareció por primera vez en la década de 1940 y se encuentra en el siguiente párrafo, en el que describe el abandono de su adicción.

Casi peor que el síndrome de abstinencia es la depresión que lo acompaña. Una tarde cerré los ojos y vi Nueva York en ruinas. Ciempiés y escorpiones enormes se deslizaban por los vacíos bares, cafeterías y farmacias de la calle 42. Entre los adoquines crecía la hierba. No se veía a nadie [12].

Qué gran profecía. Se trata de una imagen muy fuerte que se repite en la obra de Burroughs. Proviene de la ocasión en que Burroughs y su esposa visitaron el Museo de Historia Natural de Nueva York y leyeron códices mayas, como el Códice Madrid. Bill creía que los códices mayas [delineaban] un sistema que usaban los sacerdotes para controlar a la población maya. A Burroughs le interesaban los códices porque eran un lenguaje no descifrado, principalmente visual, y parecían contener la clave de una historia realmente misteriosa. Tenía la impresión de que el Imperio Maya había abandonado algunas de sus ciudades intactas, como si la gente simplemente hubiese desaparecido de repente. La teoría de Burroughs era que los sacerdotes mayas tenían un lenguaje propio y secreto, y que controlaban las emociones y los pensamientos de la población, de la misma manera en que la televisión controla las emociones y los pensamientos de la población actual. También pensaba que había emociones específicas en días específicos delineados en el calendario, lo que lo convertía en una especie de calendario psicológico de un ciclo maniaco-depresivo o un ciclo emocional que atravesaba todos los aspectos culturales al mismo tiempo bajo el mando de los sacerdotes, que controlaban el calendario y el ciclo de los sentimientos. El lenguaje jeroglífico era una clave para el control de las emociones.

Una de las imágenes más fascinantes de los códices, que está presente en toda la prosa de Burroughs, es la de un hombre mirando hacia adelante con una expresión muy intensa. Hay una criatura pequeña, parecida a un mono, atrás de su cuello. En imágenes posteriores de esta tira cómica jeroglífica, la expresión del hombre se vuelve cada vez más vacía, sosa y robótica. La criatura atrás de su cuello se hace más y más grande y comienza a asumir proporciones, cada vez más profundas, de intensidad, claridad, inteligencia, poder y crueldad; hasta que al final, el rostro real del hombre se apaga, se encoge, se vuelve vacío, y surge el monstruo inhumano con ojos de crustáceo sentado sobre la cabeza del hombre, y toma el control, de la misma manera en que toman el control la drogadicción, o la propia perversión erótica de Burroughs, o un sistema de control, o la televisión.

En el caso del culo parlante, hay un chico que desarrolla un acto ventrílocuo en el que hace hablar a su culo. Sin embargo, después de un tiempo, no puede impedir que su culo hable y se la pasa interrumpiéndolo. El culo toma el control y, finalmente, el hombre pelea con el culo y el culo [le dice]: «Al final serás tú quién cerrará la boca». Finalmente, el hombre se calla y una especie de piel rara, una membrana rara comienza a crecerle en la boca, y su cara se vacía. Ese es el pasaje que dice que no había más vida en sus ojos que en los ojos de un cangrejo al final del tallo.

Lo anterior figura en la idea que Burroughs tenía sobre la posesión, o la idea del cáncer: una célula que se apodera y se replica sin fin a expensas del huésped. Esta relación simbiótica, que es hostil, es la noción de la simbiosis enteropática. Al huésped lo destruye el cáncer y el parasitismo. Las nociones de burocracia lentamente drenan la energía de la sociedad o del individuo. La noción de la drogadicción es que es un virus que tiene una relación simbiótica con el huésped. Incluso la sexualidad es un virus humano. En el nivel más simple, significa que la obsesión sexual, la drogadicción, quizás la obsesión homosexual, el cáncer y la burocracia policial se apoderan del huésped.

Lo anterior es una muestra parcial de parábolas de la maduración, vista con miedo desde la victimización. También es una metáfora parcial del control del pensamiento; sin embargo, los que controlan también son adictos al control, ya sea la cia, Hitler, la televisión, la mafia, la Casa Blanca, los sacerdotes mayas o el departamento de narcóticos; son la otra cara de la adicción. Son físicamente adictos en el sentido de que sus vidas dependen de los adictos. Todo su sistema de economía física depende de tener un trabajo que controle a los adictos y después moralizar en torno al control de los adictos. Aman a los adictos en ese sentido, [son] parásitos de los adictos, otro virus de la inteligencia que se alimenta de la adicción.

Finalmente, aunque parezca mentira, la droga misma es un virus. El virus de la droga se extiende al virus del sexo y el sexo se convierte en otra adicción. Finalmente, Burroughs lo extiende hacia el lenguaje y ve al lenguaje en sí mismo como un mecanismo de control. La misma frase «en el principio era el verbo», como dicen los teístas, intenta afirmar que hay un control supremo sobre la naturaleza y la consciencia humana. La revolución final de Burroughs fue «eliminar el lenguaje». Basta con rastrear en el viñedo de palabras para encontrar la fuente de control, y para descubrir quién inició todo el mundo maya, la magia, y hasta qué grado el lenguaje dicta nuestros sentidos, el de la vista, del oído y del olfato.

Me di cuenta de que la honorabilidad que Burroughs tenía entre los ladrones era mucho más honorable que las costumbres y el ethos de la gente con quien yo trabajaba en Associated Press. Su juicio sobre el carácter humano era mucho más perceptivo y generoso que cualquier cosa que yo hubiese escuchado en el centro de los medios masivos de comunicación de Estados Unidos.

Acerca de «Un soplón»:

El peor de todos era Gene Doolie, un huesudo irlandés, muy bajo, con aspecto entre maricón y macarra. Gene era soplón hasta el tuétano. Lo más probable es que escribiera sucias listas de gente —sus manos siempre estaban asquerosas— y las leyera a la policía. Te lo podías imaginar denunciando a los independentistas durante el levantamiento irlandés; con una toga sucia denunciando a los cristianos; dando información a la Gestapo o a la gpu; sentado en una cafetería hablando con uno de la brigada de estupefacientes. Siempre con la misma cara delgada de rata, con un traje pasado de moda, con su penetrante voz, tan desagradable.

Lo más inaguantable de Gene era su voz. Era algo que te horadaba de parte a parte. Esa voz constituyó mi primera noticia de su existencia [13].

Adentrémonos en el viaje histórico en el que se encuentra Burroughs, y en la percepción histórica que tiene de un soplón, una rata, un informante. «Con una toga sucia denunciando a los cristianos». La especialidad de Burroughs en Harvard era la historia clásica. Había leído casi todas las obras importantes sobre el Imperio Romano, de manera que su visión sobre el Imperio Estadunidense pasa por los ojos de alguien que ha estado muy expuesto a las tradiciones académicas que en el siglo xix se tenían sobre el declive de Roma. Su interés en Spengler surge de ese punto de vista, así como su descripción de esos personajes. «Con una toga sucia denunciando a los cristianos». No conozco a nadie que haya mostrado empatía con la primera etapa del cristianismo, ni que haya intentado visualizar quiénes eran los soplones que denunciaban a los cristianos.

«Dando información a la Gestapo o a la gpu; sentado en una cafetería hablando con uno de la brigada de estupefacientes». Esto es genial. Toda su imaginación se centra en sentarse en una cafetería hablando con alguien de la brigada de estupefacientes. Alguien con «la misma cara delgada de rata, con un traje pasado de moda, con su penetrante voz, tan desagradable», alguien que te delataría y te entregaría a la policía. Hay un gran sentido del honor a lo largo de este libro.  Si alguien se portaba de manera deshonrosa, al menos lo identificaban. Vivíamos en la era de los soplones en Estados Unidos, lo cual es simplemente contrario a la naturaleza humana básica. Uno de los aspectos interesantes de Yonqui es su visión acerca de los soplones, misma que se extiende a lo largo del resto de su obra y de su carrera posterior.

En mi opinión, la frase más sorprendente en este libro se encuentra en donde habla acerca de los taxistas de Nueva Orleans.

Pero una compleja estructura de tensiones, semejante a los haces de cables eléctricos empleados por los psicólogos para hacer funcionar a toda potencia el sistema nervioso de los ratones blancos y las cobayas de laboratorio, mantiene a los infelices buscadores de placeres en un estado de alerta permanente. Y es que Nueva Orleans es extraordinariamente ruidosa. Los automovilistas se guían sobre todo mediante el uso de los cláxones, como los murciélagos. Los habitantes de la ciudad son antipáticos, y los pasavolantes constituyen un conglomerado sin cohesión interna, de manera que nunca puede saberse qué comportamiento cabe esperar de nadie [14].

Eso me noqueó completamente. Qué imagen tan asombrosa, «los automovilistas se guían sobre todo mediante el uso de los cláxones, como los murciélagos. Los habitantes de la ciudad son antipáticos». Tan sólo ese pensamiento es una joya. Ése es el Burroughs aristócrata, «nunca puede saberse qué comportamiento cabe esperar de nadie». El aristócrata de San Luis se presenta aquí como parte del estilo, es uno de los elementos más divertidos.

Esto también sorprendió a Kerouac cuando lo leyó, era una frase extremadamente reveladora. Era en ese punto en que su prosa era poesía, algo así como Anábasis de Saint- John Perse, en la traducción de T. S. Eliot, que había influido en Burroughs. Perse escribió prosa poética a la manera de las Iluminaciones de Rimbaud, que tienen este tipo de imágenes vivas y despiertas que se convierten en poesía por el simple hecho de basarse en los hechos, o quizá porque el lector es tan inteligente que junta estos hechos no relacionados entre sí. Es cierto que en Nueva Orleans los automovilistas usan mucho el claxon. También es cierto que los murciélagos se orientan por medio de pequeños chillidos en su radar, pero para él, para juntar esas dos cosas se necesitaba a un antropólogo o a un estudiante de medicina, temas que eran especialidad de Burroughs.

¿Qué opina Burroughs sobre los putos? Siendo él mismo homosexual, ¿cuál es su relación con todo el mundo sexual? A continuación mostramos una mirada a un bar gay de Nueva Orleans, que en ese entonces se les conocía como bares de putos. Se trata de un autoinsulto en donde intenta evadir la culpa por medio de la conexión.

En el barrio francés hay unos cuantos bares de maricones que por las noches están tan abarrotados que muchas locas tienen que quedarse en la acera. Un local lleno de maricones es algo que me horroriza. Van espasmódicamente de una lado para otro como marionetas que colgasen de cuerdas invisibles, con una hiperactividad postiza que es la negación de lo vivo y lo espontáneo. El ser humano abandonó sus cuerpos hace muchísimo tiempo. Pero algo penetró en ellos cuando los dejó su inquilino originario. Los maricones son muñecos de ventrílocuo que se introdujeron en el cuerpo de su creador y usurparon su personalidad. Se sientan en un bar de locas con su cerveza en la mano y parlotean incansablemente moviendo sólo la boca mientras el resto de su cara de muñeco permanece rígido [15].

Ahora se encuentra en México buscando droga, buscando alguien que le venda. Lo siguiente es un esbozo preliminar de otro fragmento de prosa, que publicó después de Yonqui, su primer fragmento de prosa de calidad, una especie de prosa poética, llamado «Interzona».

Un día iba por San Juan de Letrán y pasé frente a una cafetería que tenía una fila de azulejos de colores alrededor de la puerta de entrada y el suelo del mismo material. Resultaba evidente que aquel lugar era frecuentado por gente procedente del Próximo Oriente. Al pasar, alguien salió de allí. Era un tipo de los que sólo ves en los aledaños de los ambientes de droga.

Lo mismo que un geólogo que busca petróleo se guía por ciertas señales en las rocas, quien desee encontrar droga debe estar al acecho de algunos signos especiales que indican su proximidad. Se encuentra a menudo junto a los barrios ambiguos o de transición: en la calle 14 Este cerca de la Tercera Avenida en Nueva York; en Poydras y Saint Charles en Nueva Orleans; en San Juan de Letrán en México. Tiendas que venden piernas ortopédicas, fabricantes de pelucas, mecánicos dentales, talleres en pisos donde se fabrican perfumes, cosméticos, artículos de fantasía, aceites esenciales. Cualquier lugar en el que los negocios dudosos se entremezclan con los barrios chinos.

Hay cierta clase de personas que se ven ocasionalmente por esos vecindarios, las cuales tienen conexión con la droga, aunque no son ni adictos ni vendedores. Pero en cuanto las ves, la aguja del indicador se mueve, la horquilla se dobla. La droga está cerca. El lugar de origen de esas personas es el Próximo Oriente, probablemente Egipto. Tienen la nariz recta y ancha. Los labios finos y amoratados, como los de un pene.

¡Qué descripción tan exacta! ¡Asombroso! A nadie se le ocurriría escribir eso excepto a Burroughs. «Los labios finos y amoratados, como los de un pene».

La piel de la cara tirante y suave. Básicamente, son repugnantes, con independencia de la vileza, de los actos o prácticas que puedan realizar. Llevan la señal de un determinado comercio u ocupación que ya no existe. Si la droga desapareciese de la tierra, probablemente seguiría habiendo yonquis que vagaran por los barrios de la droga sintiendo el fantasma pálido, vago, persistente de la falta de droga, el síndrome de abstinencia.

Esta clase de personas andan por los lugares en los que en otro tiempo ejercieron su incalificable comercio, hoy caído en desuso. Inmutables. Sus ojos negros tienen la calma de un insecto ciego. Parece como si se alimentasen de la miel y los jarabes de Levante que fueran absorbiendo a través de su trompa.

¿Cuál es esa actividad perdida? Sin la menor duda, algún tipo de servidumbre que tuvo que ver con la muerte, aunque no la de un embalsamador. Quizá esas personas almacenen en su cuerpo alguna cosa —una sustancia para prolongar la vida— de la que son ordeñadas periódicamente por sus amos. Están especializadas en realizar, como un insecto, alguna función de inconcebible vileza [16].

Qué hermoso fragmento florido en un libro de hechos tan ásperos como Yonqui. Muy bueno. El libro es una historia retrospectiva de los cinco años en que Burroughs fue drogadicto, y de cómo entró en ese mundo, además de algunos recuerdos de su infancia. Hacia el final del libro, hay un fragmento curioso que profetiza lo que escribiría después en El almuerzo desnudo.

Una mañana de abril me desperté con un leve síndrome de abstinencia. Me quedé tumbado mirando las sombras que se formaban en el techo de yeso blanco. Recordé que hacía muchísimos años solía tumbarme en la cama junto a mi madre y contemplaba cómo las luces procedentes de la calle corrían por el techo y las paredes. Sentí una aguda nostalgia de silbidos de tren, pianos que suenan calle abajo, hojas quemadas [17].

Siempre me encantó ese párrafo, «silbidos de tren, pianos que suenan calle abajo, hojas quemadas». He aquí la esencia de Burroughs, resumida a un pequeño perfume de nostalgia nítida. También es la esencia de la poesía de T. S. Eliot.

Me fui al cuarto de baño a ponerme una inyección. Tardé mucho rato en pinchar una vena. La aguja se me atascó dos veces. Y la sangre se me escurría por el brazo. La droga se extendió por mi cuerpo, una inyección de muerte. Aquel ensueño desapareció. Bajé la vista y contemplé la sangre que corría desde el codo a la muñeca. Sentí una súbita compasión por la carne y las venas violadas. Enjugué con ternura la sangre de mi brazo.

—Voy a dejarlo —dije en voz alta [18].

Cuando decidí no comparecer ante el tribunal estatal y me fui de los Estados Unidos, la controversia suscitada por la droga había alcanzado ya dimensiones insólitas y muy peculiares. Había síntomas claros de que se iniciaba una histeria nacional. Louisiana promulgó una ley que considera delito ser adicto. Como no especifica lugar ni tiempo, ni define con claridad el término «adicto», las pruebas no son relevantes para detener a nadie. No hacen falta pruebas y, por tanto, no hace falta juicio. Toda legislación que castiga maneras de vivir es propia de un estado policial. Otros estados emulaban a Louisiana. Vi que mis posibilidades de escapar a una condena disminuían de día en día a medida que el sentimiento de oposición a las drogas crecía hasta convertirse en una obsesión paranoide, como el antisemitismo bajo los nazis. Conque decidí convertirme en prófugo y vivir permanentemente fuera de los Estados Unidos.

Desde México, a salvo, contemplaba la campaña antidroga. Leía sobre niños drogados y senadores que pedían la pena de muerte para los camellos. Algo no cuadraba en todo aquello. ¿Quién puede querer a niños como clientes? Disponen de poco dinero y siempre se les va la lengua en los interrogatorios. Los padres descubren tarde o temprano que el chicho se droga y van a la bofia. Deduje que o bien los vendedores de los Estados Unidos se habían vuelto tontos, o la historia de los niños drogados era un camelo para excitar y agudizar el sentimiento antidroga y conseguir que se promulguen nuevas leyes.

Fugitivos de la nueva situación iban apareciendo por México. «Seis meses por señales de pinchazos, según la ley de vagos y adictos de California.» «Ocho años por tener una jeringa en Washington.» «De dos a diez años por traficar en Nueva York.» Un grupo de jóvenes yonquis del nuevo estilo se dejaba caer todos los días por mi casa a fumar hierba [19].

Me interesó esto porque era el año de 1950 o algo así, y se trata de la visión de Burroughs acerca del comienzo de toda una nueva generación de hippies que lentamente empezaban a congregarse en Estados Unidos.

Recordé que Marvin se desvanecía siempre que se pinchaba. Me lo imaginé tendido en la cama de algún hotelucho barato, con el cuentagotas lleno de sangre colgado de la vena como una sanguijuela de vidrio, y la cara poniéndosele azul alrededor de los labios [20].

Qué narrativa tan precisa. Nunca pude comprender la manera tan inteligente en la que Burroughs escribía. «Y la cara poniéndosele azul alrededor de los labios». ¿Quién conocería esos detalles sino alguien que tenía inteligencia y experiencia médicas? También, «el cuentagotas lleno de sangre colgado de la vena como una sanguijuela de vidrio». Me lo imagino tendido en la cama, es una imagen visual la que él tiene, una impresión visual. La prosa detectivesca se refleja en toda la narrativa de Yonqui. En su época, no se le consideró un clásico como ahora, más bien se le consideraba alguna especie de obra confesional. Pensaron que quizá vendería algunos ejemplares si la portada fuese una horrible imagen de un salvaje drogadicto inyectando el brazo de alguna mujer hermosa de tetas grandes. En la otra parte del libro, se publicó un volumen adicional, Confessions of a Narc [21], para que la editorial no se metiera en problemas, literalmente temían la censura. Incluso pusieron una pequeña nota al pie que decía: «Académicos y médicos de buena reputación no concuerdan con las declaraciones del autor». En la actualidad, jamás se le pondría algo así a ningún libro.  


[1] Burroughs, William, Yonqui, El almuerzo desnudo, Queer (trad. Martín Lendínez y Francesc Roca), Anagrama, Barcelona, 2014, p. 20. 

[2] Idem.

[3] Ibid., p. 21.

[4] Ibid., p. 23.

[5] Ibid., p. 25.

[6] Ibid., pp. 24-25.

[7] Ibid., p. 26.

[8] Ibid., pp. 26-27.

[9] Ibid., pp. 29-30.

[10] Ibid., p. 36.

[11] Ibid., pp. 38-39.

[12] Ibid., p. 46.

[13] Ibid., p. 63.

[14] Ibid., p. 83.

[15] Ibid., p. 85.

[16] Ibid., pp. 122-123.

[17] Ibid., p. 135

[18] Idem.

[19] Ibid., pp. 150-151.

[20] Ibid., p. 156.

[21] En realidad, el volumen adicional se llama Narcotic Agent, de Maurice Helbrant. Es probable que Allen Ginsberg se haya confundido en el título ya que, a veces, citaba de memoria en sus clases. Sin embargo, la confusión bien puede venir también del subtítulo de la primera edición de Yonqui: Confessions of an Unredeemed Drug Addict (N. del T.).


Extraído de: Ginsberg, Allen. The Best Minds of My Generation: A Literary History of the Beats, Grove Press (2017).

Cómpralo aquí.

Traducido por Eduardo Hidalgo para Barbas Poéticas, 2020-2022

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