Hace no mucho tiempo la alegría abundaba en Navidad

Se trata de una breve pieza en prosa de Jack Kerouac, publicada por primera vez en el periódico The New York World Telegram and Sun, el 5 de diciembre de 1957 (poco después de la publicación y éxito de En el camino).

Se trata de una breve pieza en prosa de Jack Kerouac, publicada por primera vez en el periódico The New York World Telegram and Sun, el 5 de diciembre de 1957 (poco después de la publicación y éxito de En el camino).

Una edición de 200 ejemplares diseñado e impreso por Ronald Gordon en Oliphant Press, NYC, fue enviado como tarjeta/regalo de Navidad por los entusiastas de Kerouac Marshall Clement y David Stivender en diciembre de 1972.



Tengo la impresión de que el festejo de la Navidad ha cambiado en el breve lapso de mi propia vida. Hace apenas veinte años, antes de la Segunda Guerra Mundial, me parecía que la Navidad se celebraba todavía con una inocencia naif; hoy, en cambio, no es raro escuchar la frase: “Navidad llega una vez al año, como los impuestos”. En mi ambiente católico francocanadiense de los años 30, la Navidad era respetada y cumplida como ocurre actualmente en México. Al principio, yo era muy chico para ir a la misa de gallo, pero ese era el acontecimiento para el que queríamos ser grandes. Mientras tanto, nos hacíamos los dormidos hasta que oíamos que nuestros padres salían a la misa de gallo, y entonces íbamos a revolver los regalos, tocábamos los juguetes y los poníamos de nuevo en su lugar, y después volvíamos a la cama en pijama cuando veíamos que nuestros padres regresaban, por lo general con un grupo de amigos para festejar con las puertas abiertas.

Ya mayores, nos emocionaba quedarnos despiertos en Nochebuena y ponernos trajes y zapatos de goma y orejeras y caminar con los adultos por los senderos escarchados de la iglesia. Fiesta en la calle, el brillo intermitente de las estrellas de Nueva Inglaterra en invierno como hileras de estalactitas. Y antes de entrar a la iglesia se oía ya el coro de niños que cantaba Bach, y la voz del tenor, que nos daba risa. Pero la puerta de la iglesia abierta de par en par derramaba una claridad dorada y en el interior las chicas se agrupaban en el coro para cantar villancicos de Händel.

A mí me fascinaba especialmente la estatua del santo con Jesús en brazos. Era una estatua de San Antonio de Padua, pero yo siempre creí que era San José y que era justo que pudiera tener al Señor en sus brazos. Los ojos se me iban siempre a esa estatua, a aquel que con grave semblante de yeso sostenía a ese niño inmaterial de rostro diminuto y cuerpo de muñeca, de mejillas pegadas al cabello enrulado, lo sostenía casi en el aire, contra su pecho infinito y misterioso, el Hijo, la mirada en dirección a la llama de las velas, agonía, el fondo de ese mundo donde nos arrodillamos con la vestimenta oscura del invierno, los ángeles y altares piramidales detrás de él, los ojos sumisos frente a un misterio en el que ni él mismo estaba iniciado, solo la fe de que ese pobre San José era barro para la Mano de Dios (como creía yo también), un humilde y auténtico santo —un santo sin el vano frenesí de los mártires, un santo sin gloria, sin culpa, sin cumplimiento ni encanto franciscano —una tumba discreta y un espíritu tímido en las Galerías de la Cristiandad — él, que conocía las estrellas del desierto y hablaba con los sabios en los establos —encargado del pesebre, santo vagabundo del heno y las sendas de camellos —mi Amigo secreto. Y ahora en la misa de gallo yo lo glorificaba en esa posición honorable en la iglesia, con su familia en ese pesebre que atraía todas las miradas.

Después de la misa empezaba la reunión a puertas abiertas. Los amigos regresaban a casa o iban a casa de otros. Los filántropos de una organización navideña de origen medieval mantenida viva por los franceses de Quebec y Nueva Inglaterra, llamada «La Guignolee», y ahora patrocinaba la Sociedad para los Pobres de San Vicente de Paúl, aparecían en estas fiestas de puertas abiertas y colectarían ropa vieja y comida para los pobres y nunca rechazarían una copa de vino tinto dulce con un crossignolle (buñuelo) ni mucho menos cantar con nosotros en la cocina. Siempre cantaban un viejo cántico propio antes de irse. Los árboles de Navidad siempre eran enormes en aquellos días, todos los regalos estaban dispuestos y eran abiertos hasta el momento elegido. ¡Qué alegría sentía al ver las limpias camisas blancas de los adultos, sus rostros enrojecidos, las risas, las bromas obscenas! Mientras tanto, las ávidas mujeres en la cocina con delantales sobre sus mejores vestidos sacaban los tortierres[1] de la hielera.

Días enteros se habían dedicado a la preparación estos suntuosos y deliciosos pasteles que son mejores fríos que calientes. También mi madre hacía inmensos ragouts de boulettes (estofado de albóndigas de cerdo con zanahorias y papas) y servirlo bien caliente a multitudes de a veces 12 o 15 amigos y parientes: su cafetera de aluminio por goteo resistía 15 tazas grandes. Del refrigerador salían también tazones de cortons recién hechos (francés-canadiense para pate de maison [pastel de pasta]), y una variedad de pan crujiente recién horneado generosamente en varias panaderías francesas. En el alboroto de los regalos y el papel para envolver, siempre fue un deleite para mí salir al porche o incluso salir a la calle a la una de la mañana y escuchar el zumbido silencioso de las estrellas diamantinas en el cielo, observé las ventanas rojas y verdes de las casas, reflexioné sobre los árboles que parecían congelados en una devoción repentina, y pensé en los acontecimientos de otro año que se va. Ante el ojo de mi mente estaba el San José de mi imaginación abrazando al querido Niño. Quizás se han librado demasiadas batallas en víspera de Navidad desde entonces, o quizás estoy equivocado y los niños pequeños de 1957 guarden secretamente la Navidad en sus pequeños y devotos corazones.


[1] Pastel de carne típico de Quebec (N. del T.)


Vía Dave Moore.

Traducción y adaptación de Odeen Rocha para Barbas Poéticas, 2020.

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