A 50 años de Avándaro 1971

La semejanza entre Woodstock y Avándaro es innegable -las mismas imágenes, los mismos símbolos, el mismo ritmo musical, los mismos ídolos ya internacionales-; pero su significado denotaba algo muy diferente.

AVÁNDARO, 11 SEPTIEMBRE 1971


“Cada quien habla de la fiesta como le va en ella”, dice el dicho. En una batalla, ningún soldado sabe lo que pasa -ni siquiera, si van ganando o perdiendo-, sino hasta después de terminada la guerra. Les narro, tal como recuerdo yo, aquel magno festival de Avándaro.

Fui acompañado de algunos hippies mexicanos, uno de tantos sectores que conformaban ese abigarrado movimiento juvenil conocido como “la onda”; pero que ciertamente, era el sector más significativo, pues fueron quienes dotaron de identidad y utopía a todo el movimiento. Se trataba de chavos y chavas de la clase media de las colonias Del Valle, Narvarte, Roma, etc. de la Ciudad de México. La mayoría de ellos andaba por los 18 años y frecuentaban la Gran Fraternidad Universal (organización vinculada a los rosacruces). Me vinculé con este sector el día mismo de mi llegada a mi parroquia, tres años atrás: el Purísimo Corazón de María, de la Colonia Del Valle. De inmediato me cautivaron su peculiar apariencia y estilo de vida. Tenía yo entonces 30 años y acababa de llegar a México, terminando mis estudios eclesiásticos en la ciudad de Roma. Me llamaron la atención estos muchachos, por ser muy espirituales, aunque no identificados con la Iglesia: leían el “Evangelio Espiritual de Jesús El Cristo”, del mago esoterista Eliphas Levi (1810-1895), que aseguraba que Jesús había estado en la India. Por las tardes, al terminar mis tareas, visitaba sus cuartuchos de azotea, a la luz de alguna veladora, y escrito en la pared, entre posters sicodélicos, una frase espiritual. Leían sus escritos místicos, propugnaban la Paz y el Amor, amaban el rock y tocaban melodías novedosas que ellos mismos componían (de entre ellos estaba el grupo musical “La Semilla del Amor”), eran vegetarianos, ecologistas y gustaban de la astrología. 



Llegamos a Avándaro tres días antes del concierto. El lugar era un hermoso valle, en plena naturaleza, y lo disfrutamos como lo habíamos hecho en Huautla:  no nos faltó ni baño, desnudos en el río (más que morbosidad, era expresión del sentimiento inefable de inmersión en naturaleza). La víspera del concierto, hasta atrás, en el límite natural de ese valle, construimos sendas chozas con ramas y hojas, y tendimos unas hamacas, disponiéndonos para el evento. En esos días previos, la tarima donde se desarrollaría el concierto estaba disponible para grupos espontáneos de rock, que ciertamente, no faltaban. Entre estos eventos, se presentó la Rockópera “Tommy” (un niño discapacitado que denotaba la vulnerabilidad de los muchachos de entonces), del grupo rockero “The Who”, estrenada en 1960, con interesantes técnicas de composición. Por cierto, el actor principal, Héctor, era alumno mío en la Preparatoria Popular de Liverpool.

Armando Molina era el organizador de una carrera automovilista para algunos juniors, y para amenizarla, invitó a grupos rockeros mexicanos que él estaba promoviendo. Estos grupos, con indiscutible calidad musical, enfrentaban el boicot de las disqueras y de la radio, ya que el rock era tenido como indecente, escandaloso y políticamente incorrecto. Los únicos lugares disponibles para ellos, eran los “Hoyos Funkies”, como los denominó Parménidas García Saldaña: locales cerrados, no muy grandes, sin ventilación, ni sillas, ni nada, y como se cobraba poco, tenían mucha concurrencia y nadie se escandalizaba si, de repente, llegaba algún “hornazo”. Los asistentes pertenecían al subproletariado urbano. Llevaban poco dinero; pero los músicos se les entregaban con todo entusiasmo, de modo que estos ya gozaban de cierta fama entre ellos.

Finalmente, llegó el día esperado. El valle se iba llenando de gente joven. La mayoría eran asistentes habituales a los “hoyos funkies” (no tanto “xipitecas”), todos con muy buen humor y ganas de convivir. En el imaginario de los asistentes estaba presente Woodstock, el festival que dos años atrás (18 de agosto 1969) había resultado todo un “happening”. Aquel estuvo muy bien organizado: el boleto incluía un espacio para dos sleeping bags, había tiendas artesanales de objetos indios y circulaba el LSD. En cambio, nuestro magno evento rockero fue “a la mexicana”, casi improvisado: faltaba agua para beber, comida y no había baños. Ya anocheciendo, llegaron los coches con los juniors chilangos y su desmadre. Quisieron agandallarse, metiéndose hasta adelante, empujando a toda la multitud, por lo que cayeron tiendas de campaña y nuestras “chozas”. Era este otro aspecto de la “onda”, el “desmadre”, tan bien descrito en las novelas de José Agustín: la libertad sin frenos, el goce sin moralina (el rigorismo moral propio de los años 50’s en la que sus padres los criaron). Entre tanto, seguían llegando más y más chavos. Luego se calcularía que habrían estado unos 200,000. Ya para entonces, se había desatado el aguacero. La mayoría no veníamos preparados, así que nos tocó gozar la mojada. Los altavoces difundían la nueva música en su versión mexicana, a veces con interrupciones por a fallas técnicas o pidiendo orden, sin faltar leves alusiones al movimiento estudiantil de tres años atrás y reiterado en el “halconazo” de junio pasado. 

La marihuana circulaba libremente. El ejército sí estuvo presente; pero con la consigna de no molestar a quien la fumaba. Incluso en los altavoces aconsejaban consumir mejor marihuana y no otras sustancias más riesgosas, y ofrecían atención médica. Donde quiera que se dirigiera la mirada percibía escenas inauditas: muchachos semidesnudos, abrazos y “agasajos”, gente bailando o coreando “rolas” ya conocidas. Había un ambiente de libertad y camaradería, lo cual llamaba la atención dadas las incomodidades y la precariedad (falta de alimentos, agua, lluvia, lodo). Todo mundo se desvivía por el goce colectivo -sin faltar el clásico ofrecimiento “corre la bacha”-, cuando, lo más probable en casos de escasez extrema, era el agandalle y el egoísmo (“que cada quien se rasque con sus propias uñas y el que tenga más saliva que trague más pinole”). A las 3 de la mañana, tocó el turno al “Three Souls in my Mind”, ya me estaba preocupando el regreso, pues no traía vehículo. Se decía que Echeverría había enviado unos camiones; pero eso era claramente insuficiente. Perdí a mis compañeros y buscándolos, pasó un coche ofreciendo un lugar. De inmediato me agarré del picaporte. Así pude llegar temprano a la Ciudad de México. 

Después de un breve descansito, le telefonee a Manuel Acevez, director de la revista mensual ondera “Piedra Rodante”, de la que yo era colaborador -y ahora, reportero-. Platicamos sobre el concierto y Manuel me ordeno: –“¡Maestro!, Escribe de inmediato tus impresiones y me las traes, pues queremos sacar pronto las primicias”-. De un tirón escribí un breve texto y se lo llevé y luego regresé a dormir. Por la mañana me sorprendió el horrible linchamiento mediático, una verdadera orgia de reporteros “chayoteros”, con puras estupideces y majaderías. Se esperaría que, dada la importancia del evento, los periódicos hubiesen enviado a analistas con estudios sociológicos o sicológicos ¡¡¡Doscientos mil muchachos pasaron una noche tormentosa, escuchando rock y fumando mota, sin que se tuviese que lamentar ningún incidente!!! Luego comprendí que había consigna, pues Avándaro fue la arena en donde medían sus fuerzas el presidente Echeverría y el gobernador del Estado de México, Carlos Hank González, de sospechosos nexos con el negocio de las drogas. Mes y medio después -por fin- salió el número de Piedra Rodante dedicado a Avándaro. En medio del escándalo farisáico salió mi ingenuo articulito, “Dios quiso que lloviera para unirnos más”.

– II –

El título mismo del artículo me evidencia como creyente. El Concilio Vaticano II había afirmado que los “signos de los tiempos” eran un “lugar teológico” (es decir, estaban al mismo nivel que la Escritura o la Tradición): Jesús había criticado a discípulos de extracción campesina, porque, mientras podían descifrar acertadamente los “signos de los cielos” para pronosticar el clima (“las nubes de oriente predicen la lluvia y el viento del sur, que hará calor”), no sabían, empero, interpretar aquellos fenómenos significativos que señalan por dónde el Espíritu está señalando la marcha de la historia. Yo, prácticamente salido del seminario, estaba necesitado de descubrir el “mundo” profano y posicionarme desde los signos que me parecieran más heurísticos, y cuando por azar, me ví vinculado a uno de los grupos más representativos del amplio espectro “ondero”, me parecía muy probable que este fenómeno fuera uno de esos “Signos de los Tiempos”. Por eso me preguntaba cómo estaría mirando Dios nuestro Concierto de Avándaro.

Seguramente, Dios no lo miraría con esos ojos linchadores de los mass-media convenencieros. Seguramente, Él amaba a estos jóvenes de nueva generación y constructores del futuro. Había que descubrir qué era lo que daba unidad a ese aparente caos e, incluso, detectar los elementos sacrales del evento. El Concilio había abierto las ventanas a la Modernidad, para que entrase en la Iglesia el frescor y ese aire era “secular”. Pero, sorprendentemente, los “xipitecas” ahora me pedían que les prestara mi “túnica” (sotana), justo cuando, el Papa Pablo VI acababa de autorizarnos a los nuevos clérigos estudiantes en Roma, quitarnos la sotana y cambiarla por el “Clergeman”.  Los sacerdotes “modernos” nos sentíamos muy cómodos con la secularización de la fe, liberándonos del ritualismo mistérico; pero ahora, estos chavos a quienes yo consideraba la vanguardia (alternativa a la de sus coetáneos, los estudiantes revolucionarios del 68), estaban ávidos de sacralidad. Como sacerdote y como Antropólogo de la Religión, vi en Avándaro un evento cuasi religioso: inició con el ritual de una penosa peregrinación al lugar sagrado, y terminó con el terrible éxodo del retorno. Se palpaba -casi se tocaba- la sensación de unidad que traspasaba culturas y clases sociales; el éxtasis colectivo, que tenía algo de orgía sacral, favorecido por ciertas sustancias tabú (y como sucedía en los rituales festivos totémicos, se ingería ritualmente su tabú). Avándaro fue, ante todo, una fiesta patronal. A diferencia de Woodstock -y lo mismo en cualquier fiesta anglosajona-, el evento congregó a muchas individualidades o a lo más, parejas y pequeños grupos; pero en México, la fiesta compromete a todo el pueblo. Aquí las individualidades se diluyen en un único sujeto colectivo, donde se contagian sentimientos, se olvidan afrentas y se da cabida a la euforia. En el “tiempo de fiesta” se diluyen fronteras (como la de día y noche, trabajo y ocio); se olvidan las diferencias raciales o clasistas para recuperar la unidad primigenia de la tribu.

Seguramente, tampoco Dios veía el festival con los ojos de la izquierda “sesentaiochera” -a tres años del “Tlaltelocazo” y a tres meses del “halconazo”-. Para ese gran movimiento estudiantil revolucionario -y especialmente, para sus intelectuales dirigentes-, Avándaro se leyó como mero mimetismo del hipismo “gabacho”, y nos tachaban de dejarnos manipular por la colonización imperial que enajenaba a los jóvenes para impedir su toma de conciencia revolucionaria. Quizás haya mucho de verdad en esa crítica; pero recordemos que Marx apenas conceptualizó la “cultura”, y quien sí lo hizo fue un marxista italiano, Antonio Gramsci, quien pensaba que cuando la situación fuese demasiado rígida para trabajar en los campos económico o político, y hay condiciones para avanzar en los aspectos culturales (y no posponerlos para después de la toma del poder, pues entonces fácilmente se deriva en dictaduras). en esos casos, una contracultura podría arrebatarle la dirigencia al grupo hegemónico, dejándole a este tan sólo la dominación, con lo que quedaría debilitado.  

La semejanza entre Woodstock y Avándaro es innegable -las mismas imágenes, los mismos símbolos, el mismo ritmo musical, los mismos ídolos ya internacionales-; pero su significado denotaba algo muy diferente. En Woodstock, la mayoría de los asistentes pasaba los 30 años, pertenecían a la clase media sajona, con mentalidad y hábitos de organización (el boleto daba derecho a un espacio para dos sleeping-bags, con buen nivel de vida y dólares para comprar las chucherías indias que se vendían en las boutiques allí instaladas). En Avándaro los asistentes eran chavitos subproletarios, de las prepas o vocacionales, que no tenían satisfechas algunas de sus necesidades primarias, y que su “feria” no les alcanzaba ni para la mota, por lo que se drogaban con cemento flexo. La juventud estadounidense protestaba contra la violencia de la guerra en Vietnam, de manera semejante como la juventud mexicana protestaba contra la aún reciente represión estudiantil. El “dropp-out” (salirse de la casa familiar), que en Estados Unidos era algo normal al cumplir la mayoría de edad, y que incluso, se tenía derecho a un subsidio económico, no representaba el dolor de dejar la peculiar familia mexicana -cálida y cercana; pero posesiva y moralista-, por lo que “pirarse de la casa” significaba quedarse a la deriva, sin seguridades ni protección, y por lo mismo, los chavos y las chavas se acogían a las buhardillas de las azoteas de las casas de la clase media urbana, para hacinarse con otros muchachos y muchachas de condiciones semejantes. Haciendo de la precariedad poesía, al no poder pagar un cuarto, descubrían la calidez de la comuna; al no poder comer carne, se hacían vegetarianos; a falta de agua, criticaban el hábito burgués del baño diario, y al no tener dinero para ir de compras, criticaban el consumismo del Sistema (Stablishment). Para conseguir la droga, los hippies gabachos tuvieron que buscar un “dealer” entre los afroamericanos, y gracias a ellos, conocieron mejor a los discriminados “negros”; mientras que aquí, los jóvenes peregrinaban con los huicholes a la meseta de Viricota, en el desierto potosino zacatecano, para probar el peyote (de venta legal), o bien, iban a Huautla de Jimenes a comer los hongos, guiados por alguna chamana como María Sabina y así conocieron y admiraron la cultura mazateca. De modo que fue normal que, en Avándaro, los xipitecas recibieran bien a los mariguanos de piel bronceada. Piedra Rodante publicó la foto de un joven moreno de larga cabellera, a caballo. En Avándaro, el idealizado “México Profundo” eran estos chavos albureros de Tepito, de Ixtapalapa o de la Guerrero. 



La droga misma era diversa y tenía otra connotación. La marihuana entró a América por Acapulco (la “golden”), procedente de Filipinas, de donde se exportó al país del Norte. Los alucinógenos de allende la frontera eran el LSD y la cocaína; mientras que aquende la frontera, eran el peyote y los hongos alucinantes, y para obtener estas plantas, tuvieron que irlas a buscar a las “zonas de refugio” indígenas y, de paso, incorporaron a su apariencia algunas prendas autóctonas (morrales, jorongos, huipiles, huaraches, manta). Por estas razones yo los bauticé con el nombre de “xipitecas”, de connotación tribal, por sus acercamientos transculturales (de indígenas, “gabachos” y de “peladitos” chilangos).

 Nodal en toda cultura subalterna es la lengua, el primer signo de identidad. Frecuentemente se niega la voz a las minorías contraculturales; pero su palabra, pugna siempre por hacerse oír. El caliche original (versión alternativa al “slang” gabacho), fungió, al decir de Parménides García Saldaña, “como puñal y como escudo”. Acuñado frecuentemente en las cárceles, esta jerga se utilizaba, tanto para ocultar actividades u objetos ilegales o mal vistos, cuanto como medio para el reconocimiento de su población. Pero si la voz está amordazada, la palabra pugna por gritar y hacerse oír, y los “onderos” aprendieron a hacerlo con el medio más adecuado, el rock. Mutando el blues triste y nostálgico de los esclavos negros del norte, el rock &roll se difundió con la toma de conciencia de los movimientos por los derechos humanos, después del asesinato de Martín Luther King. Elvis Presley lo pasó a los blancos clase media, fue enriquecido en versiones sicodélicas de gran tecnología, y fue así que llegaron a México traducciones domesticadas de algunas rolas. Pero faltaba la voz musicalizada de la protesta cultural ondera, el rock mexicano. Por supuesto, no era posible una traducción literal de rolas gringas, pues el inglés es monosilábico, mientras el español es bisilábico, y la sintaxis condiciona el ritmo musical. Producir rock mexicano significa pensar en español y decir lo que, para la juventud mexicana -en especial los “chavos banda”- tienen necesidad de gritar, y esto fue lo que Alex Lora supo captar. El rock, desde sus orígenes negros tiene connotación contracultural, y en el México de entonces, cuando en los 50’s la educación había sido hipócritamente moralizante, los oídos de muchos radioescuchas estaban bloqueados a lo que los jóvenes de entonces realmente expresar. Avándaro posibilitó que el rock mexicano se quitase la mordaza y pudiera gritar su Palabra; fue su presentación, su consagración y su reconocimiento. Ahora la contracultura conquistaba los media, pues las disqueras descubrieron que la música contestataria podía domesticarse, si se presentaba en conjunto con otros géneros musicales, de modo que el rock se convirtió (nuevamente cito a Parménides) en “el gran negocio del siglo XX”.

 Quizás el sentimiento predominante en Avándaro fue la conciencia de libertad absoluta. Después de las recientes experiencias de represión (Tlaltelolco y el “halconazo”), los jóvenes estaban urgidos de sentirse libres e intuyeron que el concierto en Avándaro podría posibilitarlo, tanto por la lejanía del valle y la falta de condiciones, como porque no se preveía mayor riesgo de represión política. Durante 50 horas, la gran tribu ondera pudo experimentar el lo que significa hacer lo que pidieran los deseos, sólo acotados por el respeto a la libertad de los demás. Había un acuerdo implícito en que todos la pasáramos bien (“Paz y Amor”) y, por tanto, habría que evitar agresiones y malas vibras. Naturalmente no faltaron pequeñas riñas y escaramuzas; pero fueron excepción y controladas por los asistentes mismos. Se podía fumar la mota en público, y “no había tos” (los militares se hacían presentes; pero no molestaban a quienes veían fumando mota sin hacer desmanes). Cualquiera podía hacer lo que le pegara en gana: danzas improvisadas para exorcizar la lluvia, abrazos y “agasajos” e incluso, desnudarse en público. De hecho, una muchacha se subió al techo de la camioneta de sonido y obsequió a la multitud con un buen “streap-tease”: Se le dirigieron las luces, nadie se molestó y al terminar, alguien le pasó una cobija. Se compartían sentimientos comunes de alegría, entreayuda y respeto.

La droga fue el pretexto para la alarma y el escándalo entre la opinión pública. No se puede negar que el consumo de estas substancias produce efectos nocivos para la salud, como puede constatar con algunos de estos muchachos (por cierto, también lo hace el tabaco, el alcohol, el café y los somníferos); pero la marihuana tampoco puede ser considerada a la par de las drogas heroicas. Su desconocimiento fue aprovechado por organismos evangélicos estadounidenses que promovieron aquí y allá, sendas campañas antifanáticas y antialcóholicas, que además de prohibir el consumo del alcohol, fomentaron la persecución religiosa. Fueron los tiempos de los gangsters, de Alcapone. El alcalde de Nueva York Fiorello La Guardia, entre 1934 y 1945, encargó una investigación exhaustiva y en su célebre informe, concluyó que la marihuana es, incluso, menos dañina que el alcohol. Pero la política prohibicionista continuó en México hasta la década de los cincuentas, cuando sospechosamente cobró mucho auge. Yo fui testigo de algunos amigos xipitecas que fueron encerrados en el Palacio Negro de Lecumberri por habérseles encontrado un poco de marihuana, y en la cárcel se relacionan fácilmente con los verdaderos traficantes, que tratarían de engancharlos. Por eso, dos meses después del Festival de Avándaro, escribí un artículo en la Revista Piedra Rodante (“Cultura Pop y represión”, noviembre 1971), proponiendo que esta droga se considerase como un problema de salud pública, como ahora se está legislando, y no con tratamientos de tipo policiaco. Avándaro pudo ser considerado como un experimento sicosocial: Una congregación de centenares de miles de jóvenes, abandonados al libre consumo de marihuana, pasaron un par de días sin que hubiera que lamentarse daños graves. Aunque no tuve acceso a partes médicos, que yo sepa, no se reportaron casos de gravedad, y se reportó saldo blanco. Algo inconcebible si en una congragación multitudinaria similar se hubiera consumido alcohol en condiciones similares. También hay que reconocer que el estado de paz y bienestar se obtiene mejor con otros medios, como la meditación y la oración, y viene bien recordar la advertencia del Papa Pablo VI, de que las drogas y el alcohol “ponen en peligro la debilísima sensibilidad ante el misterioso influjo interior del Espíritu Santo a la que están destinados los Carismas, los Dones y los Frutos de la Gracia”

En resumen, Avándaro sigue siendo hoy un parteaguas para el rock mexicano y una identidad entre quienes participamos de las ideas y actitudes más auténticas de aquellos tiempos; pero creo que también a las generaciones actuales que aún no habían nacido cuando aquel festival y a quienes probablemente les toque tiempos distópicos, Avándaro puede proporcionarles los necesarios sueños utópicos -como el de la Era Acuario-, que siempre dan esperanza, con tal que tengamos el claro realismo de saber que esto no nos bajará de las estrellas, sino que nosotros tenemos que irlo construyendo con esfuerzo y conciencia, como lo intentamos la generación de entonces.


Enrique Marroquín (1939) es un sacerdote, antropólogo y escritor mexicano, figura clave en la contracultura de La Onda en México e impulsor de la Teología de la Liberación. Entre sus obras podemos encontrar «La Contracultura como protesta» (1975), donde bautizó a los onderos mexicanos como «xipitecas».

Publicado originalmente en el Facebook del Padre Marroquín, 8 de septiembre de 2021.

¡DIOS QUIERA QUE LLUEVA PARA UNIRNOS!

por Enrique Marroquín

Avándaro pasará a la historia del rock en Mexico como una fiesta excepcional. Era esperado con impaciencia, pues allí se consagrarían definitivamente algunos grupos chicanos, quienes con constancia y esfuerzo, ignorados hasta hace poco por las casas disqueras y emisoras de radio, se preocupaban en hacer una versión autóctona de rock. Y no solo era esto. Se trataba de que tuviéramos ya nuestro propio festival, tal como acontece en los países que llevan la batuta ondera. Por primera vez habría oportunidad para que toda la tribu subterránea pudiera congregarse, conocerse, manifestarse. La concentración seria, pues, concierto gigante; reencuentro con los amigos conocidos rolando por allá en la sierra; mitin político en pro de reivindicaciones generacionales; rito cósmico y tribal, y sobre todo, fiesta, la tradicional fiesta mexicana, hoy solo suvenir para turistas.

Y la voz fue rolando… allí estarían tonados. Radio Juventud intercalaba los discos chicanos, hoy muy solicitados, con el verbo alivianador de Carlitos Baca. Se reportaban chavos que aun tenían lugar en su nave y comenzó el peregrinar.

Cuando el festival de la isla de Wight, el señor Obispo había suspendió un congreso para planear con sus sacerdotes la presencia de la iglesia en un festival en la que acudiría un buen número de católicos. Se celebró allí la Santa misa con música de soul, y los sacerdotes, con sotana atendían a quienes deseaban confesarse. Naturalmente, esto aquí todavía no es posible. Avándaro podría ser la versión mexicana de Woodstock; pero también podría ser la de Altamont. Decidí estar también yo presente, para conocer mejor el significado de todo esto. El viernes por la tarde, me lancé con un grupo de chavos de mi colonia, la Guerrero. Bajo la lluvia pertinaz, que no nos dejaría en todo el tiempo, pequeñas hordas de chavos peregrinaban tribus que como iban pudiendo se acercaban al sitio donde se congregaría la nación Avándaro.

— Quiera Dios que mañana no llueva — dijo alguien cuando estábamos refugiados en los portales de Valle de Bravo.

—Y Dios lo querrá, pues venimos a unirnos y amarnos.

— Precisamente porque quiere que nos unamos y nos amemos, por eso permite la lluvia — les lancé la neta. — La lluvia une más para defenderse contra las inclemencias de la Naturaleza. Al mismo tiempo, permite ver de cuánto amor o de cuánto ego cada uno es capaz.

Cuando llegamos, la mayoría era de muchachitos de colonias proletarias, estudiantes de vocacionales y prepas, que alternaban conociéndose: “¿De qué colonia son ustedes?” “No, la buena onda está en la Santa Maria”. “Los chavos de Naucalpan”. “Las vibraciones de la Roma”… Cosa curiosa; durante el festival encontré a muy pocos hippies mexicanos de la onda alivianada, mística. Los pocos que había estaban más bien atrás, en refugios construidos holgadamente con ramas. Los de las clases más acomodadas llegarían hasta la noche del sábado en sus Mustang. Hippies gabachos daban la nota Folclórica con los atuendos más vistosos. Los chavos mexicanos habían improvisado como mejor pudieron sus trajes  “de gala” para la ocasión. Muy pocas tortitas. Pocas pero alivianadas…

A las primeras horas de la luz sabatina, los chavos de la rock-opera Tommy nos deleitaron con el estreno. Héctor Ibarra, el actor principal, a quien por cierto yo acababa de casar, no llegó por estar bloqueada la carretera. El director hizo su papel. Los chavos se dieron totalmente y lanzaron muy [buenas] vibraciones al público, a pesar de las pésimas condiciones en que tuvieron que trabajar. Un grupo de hermanos gabachos nos enseñaron ejercicios yogi bien efectivos para entrar en onda sin necesidad de droga. Desde la plataforma se daban avisos; Los extraviados podían encontrarse, se mantenían [todos] en orden, se auxiliaba a enfermos.

El sol ya dejaba hacer sentir su calor. Los hermanitos colocaban sus cobijas a secar. Hacía calor, y cerca pasaba un refrescante arroyo para darse un chapuzón. Recordaremos el baño de la sierra.

Después, procuramos un poco de refine. Faltaron víveres, y los precios eran caros para este público. Por la tarde, la lluvia se reanudó. Un grupo no programado, Sociedad Anónima, metió en onda a la multitud, quien recordando el patín de Woodstock, comenzó a exorcizar la lluvia a gritos rítmicos del tam-tam eléctrico: “No rain, no rain”. Tochos gritando bailando, golpeando botes… formando un solo cuerpo, vibrando juntos, sin que nadie le importase la lluvia. Esta se tuvo que retirar. Dos helicópteros gandallas volaron sobre los componentes tirando tiendas y papeles.

Comenzamos a prepararnos para el concierto. A preparar la defensa contra la lluvia nocturna, y la defensa contra invasión de quienes llegarían mas tarde y querrían quitarnos nuestros lugares, que nos correspondían por derecho “primo carpientis”. Se construyeron verdaderas barricadas, con ramas, cordones o lo que fuera. Se improvisan refugios de lo más variado, según la iniciativa de cada grupo y poco a poco nos fuimos aislando. Ya no se podría ir por agua o al baño. A mí se me ocurrió salir para dar un rol y ya no pude encontrar a mis compañeros. Hube de quedar sin refugio. Ya había oscurecido, y de un momento a otro comenzaría el festín. Entonces fue el momento del atice general, según los hornazos que llegaba a ratos. No llovía y parecía que iba a haber buen patín.

Entonces fue llegando la tropa que venía precisamente al concierto. Los mejores lugares ya estaban ocupados y defendidos. Lo más cómodo para los gandallas fue invadir la zona reservada y las instalaciones, pese a las amonestaciones encarecidas o las rechiflas de la multitud ya congregada anteriormente. Unos chavos con la bandera, al grito de “¡Avándaro! ¡Avándaro!”, se lanzaron hacia delante. Otros los siguieron. Gritos de “!Abajo tiendas¡” , y los refugios cayeron. La multitud presionaba. Había mucho acelere entre el público. Muchos chavos no agarraron la onda. Creyeron que para alivianarse había que meterse chochos, pastas y cuando fuere. No sabían que el verdadero alivianado ya no necesitaba de drogas. Como en el “Festival del naranjazo” en Chapultepec, volaron objetos. Esta vez, latas vacías de cerveza. Hubo demasiado alcohol, y parece que las cheves dejaron buena feria a los comerciantes. Muchos azotados. Palabras soeces. Se tuvo que dar luz verde a las encueratrices, y ya entonces el público se desentendió del rock. Varias veces se tuvo que interrumpir la pieza a la mitad. El público pedía grupis y morbo. ¡Para eso váyanse a un burdel!” gritó una voz. Aprovechando el desorden, hubo rapiña, y perdimos bastantes cosas. Los organizadores perdieron el control, y vimos momentos de suspenso. Ahora podría suceder cualquier cosa. Afortunadamente la mayoría del público hizo esfuerzos por controlarse, y la cosa no paso a mayores.

La música no se pudo apreciar bien en estas condiciones. Daba [la] impresión que a buena parte del público no le interesaba. Los Dug Dug’s abrieron la fiesta. Todo un show. El gentil Armando dio todo lo que tenía. “No nos gustan sus costumbres”, cantaban refiriéndose a la gente del sistema. Tochos gritaban al compás de su flauta mágica: “¡Avándaro!,!¡Avándaro!”. El Epilogo lanzó buenas vibraciones. Los Tequila muy gruesos prometen; Micky salas y Maricela, la Janis Joplin mexicana. Lástima que fue entonces cuando el desorden se hizo mayor. Peace and Love totalmente identificados con este público, Lo arrebataron. Todo mundo cantaba “¡Mari… Marihuana!”. Representan el lado sucio, funky, del rock chicano. El Ritual decepcionó. Acaso por estar ellos mismos decepcionados del público. Gustó Bandido y Three souls in my Mind cerró con broche de oro la fiesta.

A la madrugada, un corto circuito interrumpió la luz. Precisamente cuando iba a cantar Mayita, una chava que yo había conocido hacía tiempo. La lluvia era pertinaz, Estábamos cansados, y previendo dificultades para el regreso decidí pirar. Entonces comenzó la cruel y heroica retirada. Bajo la lluvia, como un ejército derrotado, millares de jóvenes hambrientos, con sed, desvelados de dos noches, agotados, cargando sus cosas, avanzaban penosamente por la carretera. Una larga fila de autos parados avanzando a vuelta de rueda. No sé por qué no se previó que 100 mil asistentes tendrían que regresar. Avándaro es un bello lugar, ideal para que los juniors puedan ir en coche a ver unas carreras. Pero no para esta población que carecía de dinero incluso para su boleto. Algunos iban enfermos. Todos hambrientos, devastando algún plantío de maíz para poder comer cualquier cosa. La fiesta había terminado…


Publicado originalmente en la revista Piedra Rodante, septiembre, 1971.

Transcripción desde el sitio de robquero.

Transcrito, corregido y editado por Odeen Rocha para Barbas Poéticas, mayo de 2016.