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«Esa noche le dije: ‘Kerouac ya escribió todos tus capítulos anteriores, yo escribiré el final.’
‘Seguro, dale’, dijo. ‘Escríbelo.’»
—Charles Bukowski, sobre Neal Cassady, febrero de 1968
Días antes de la muerte de Neal en San Miguel de Allende

En mayo de 2010, el novelista Peter Ferry llegó a San Miguel de Allende buscando rastros de Neal Cassady. Lo que encontró fue algo más revelador que cualquier dirección o anécdota: encontró una guerra silenciosa entre quienes necesitaban que la leyenda Beat hubiera sucedido en ese pueblo virreinal, y quienes tenían evidencia documental irrefutable de que gran parte de esa leyenda era imposible.
Wayne Greenhaw, periodista respetado que cubrió el movimiento por los derechos civiles y conoció a Martin Luther King Jr., juraba haber visto a Cassady, Kerouac y Ginsberg circulando el Jardín (centro de la ciudad) en un viejo Mercedes verde con una chica desnuda llamada Sunshine en el asiento trasero. Harry Burrus, investigador meticuloso con acceso a cartas, diarios y registros carcelarios, demostraba con documentación precisa que ese encuentro era cronológicamente imposible: Cassady estuvo preso de 1958 a 1960, y después bajo libertad condicional que le impedía salir del condado, mucho menos del país.
La tensión entre ambos relatos no es un error de memoria. Es la esencia misma de cómo construimos a nuestros héroes contraculturales: eligiendo el mito sobre el hombre, la leyenda sobre la evidencia, la velocidad sobre la verdad. Pero hay una tercera narrativa que falta por completo: la de los mexicanos que vivieron en San Miguel de Allende durante febrero de 1968, que vieron el cuerpo junto a las vías del tren, que sirvieron cervezas en el Bar Cucaracha, que encontraron al gringo inconsciente en la madrugada.
Sus voces nunca fueron documentadas. Y esa ausencia no es accidente—es colonialismo archivístico en su forma más pura.
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