Cuando Allen murió, en abril de 1997, yo recién había cumplido 17 años. No tenía ni la menor idea de lo que significaba la poesía o la contracultura. La mayor parte de mi tiempo la pasaba en la preparatoria o tratando de escapar a las responsabilidades religiosas de la vida familiar —quizá ahí floreció el espíritu de la curiosidad que ahora me lleva a estas páginas—. No logro imaginar cómo habría sido mi vida si como el autor del texto que tendremos a continuación, hubiese podido conocer a Allen Ginsberg a esa edad (17,18 años). Sólo puedo pensar que habría sido fantástico.
Parece que pasó la noche de ayer, moviéndose en slow-motion, en blanco y negro como la escena inicial de alguna vieja película de la época de oro, cuando de pronto te despiertas a las 4 am. La televisión aun parpadeando, un montaje de luces callejeras, escaparates y una serenata de taxis bajando por las calles de la ciudad. El asfalto húmedo y brillante, todo oscuro y lluvioso en diciembre. El soundtrack apenas y se escucha. Apenas unas vagas rasgaduras en la guitarra y ahí estoy, en el fondo de aquél pequeño club en el que todo comenzó -la noche en la que lo conocí, al poeta Allen Ginsberg.
Me senté a unos cuantos lugares del pequeño escenario para ver su presentación. El aíre se sentía denso e histórico. No sabía exactamente qué esperar, pero sentí que era importante. Tenía miedo -De lo que podría encontrar y de lo que podía encontrarme a mí. Mientras esperaba, me fui emborrachando con cerveza mexicana barata. Estaba solo, sufriendo por amor y con dieciocho años. La fecha era 3 de diciembre de 1989. El club, el Continental Divide, estaba a la vuelta de la esquina de St. Mark’s Place en el Bowery, en el East Village de la ciudad de Nueva York.
Me encantaría decir que el destino me llevó a ese lugar, pero siendo honestos, sólo tomamos la autopista de New Jersey. Esta chica, Christine, fue quien manejó. Prácticamente tuvo que arrastrarme para sacarme del dormitorio de la escuela. Después de eso las cosas no serían las mismas, aun cuando volví a la universidad por tres años y medio más para graduarme. Pero esa noche algo cambió en mí para siempre.
Era mi primer semestre en la Universidad de Rutgers y hasta entonces todo había pasado sin novedades. Christine se había convertido en lo más cercano a una mejor amiga. Parecía una Gertrude Strein mucho más joven y bonita con cabello color café y corto por encima de los hombros y unos ojos oscuros y simpáticos. Ella se las daba de escritora y yo jugaba a ser el Poeta Joven. Juntos actuábamos nuestros auto-creados roles literarios y vagabundeábamos por el campus sintiéndonos alejados de todos los demás. Éramos artistas… o eso pensábamos. La universidad era sólo un modo de esperar para nosotros, un área de descanso en un viaje salvaje que nos llevaría a un lugar desconocido. Christine era un poco más grande que yo y parecía mucho más sofisticada. Por lo tanto, cuando se apareció por mi dormitorio exigiendo que fuéramos a ver a Allen Ginsberg en la ciudad, fue difícil decirle que no. En ese momento yo estaba leyendo “The Fall of America”. Su libro. Christine pensaba que yo debía sacar la cabeza del libro y mejor experimentar la cosa real. Para mí era más fácil ser cautivado por un poeta en particular de manera abstracta. La idea de conocer al verdadero Allen Ginsberg cara a cara era desconcertante. Pero antes de pensarlo ya estábamos en su pequeño auto disparados por la autopista de New Jersey hacia la ciudad de Nueva York -y si quisiera ponerme del todo dramático, hacia mi destino.
Había comenzado a llevar en la bolsa de mi abrigo una copia de “Howl y Otros Poemas”, el pequeño libro loco que había hecho famoso a Allen Ginsberg. Yo era sólo uno en la fila de los muchos adolescentes que descubrirían su poder mágico e hipnótico. Mientras manejábamos a través de la niebla industrial color naranja y gris, miré por la ventana del pasajero y comencé a recordar el momento en el que descubrí a Allen Ginsberg.
Fue al comenzar la preparatoria que vi su cara por primera vez. Fui atraído hacia su imagen por la pantalla de televisión mientras veía un documental de PBS sobre Walt Whitman. Había algo que llamó mi atención en el entusiasmo con el que hablaba sobre el Gran Poeta Gris mientras estaba sentado con las piernas cruzadas frente a una imagen dramática del Lower Manhattan que aparecía como fondo. Su voz era muy dulce y herida a la vez. Y se parecía un poco a Whitman. Debajo del gráfico con su nombre aparecía una única descripción de su persona: La singular palabra era POETA seguida de su nombre. Me intrigó al instante. Allen Ginsberg, el poeta, me parecía vagamente familiar pero no supe por qué. No lo supe en el momento pero ya había escuchado su voz alguna vez.
En sexto año algún niño me puso el album “Combat Rock for me” de The Clash. Una de las canciones, “Ghetto Defendant” (Defensor del Ghetto) -Un reggae místico teñido de música fúnebre que hablaba sobre la destrucción que provocaba la heroína- atrapó mi atención. La canción presenta una antífona (llamada y respuesta) con la voz de Allen Ginsberg como la voz de un Dios sin cuerpo. El cantante principal, Joe Strummer, evoca a un príncipe urbano de los poetas de alcantarilla mientras Ginsberg expande el tema general de la canción con referencias históricas al poeta punk francés de la última parte del siglo XIX, Jean-Arthur Rimbaud. La voz del narrador tiene una presencia escalofriante. Cuando la canción comienza a desaparecer, Ginsberg comienza a cantar ‘ohm bodhisattva ohm’, las palabras en sánscrito antiguo de la sección del Heart Sutra del Prajnaparamita, las escrituras budistas de “La perfección de la sabiduría trascendente”.
“Ghetto Defendant” debió quedarse en mi subconsciente, pero me tomó tiempo relacionar la canción con el tipo que vi en televisión. De cualquier modo, corrí a la biblioteca pública más cercana para encontrar alguno –o más bien todos— de sus libros. Como era de esperar, tomé del estante “Howl and Other Poems” y su trabajo más reciente, “White Shroud”. Revisé los libros y me fui hasta el estacionamiento de la biblioteca a sentarme, como lo hacía normalmente, cerca del estanque artificial, rodeado de una familia de gansos. A cada rato volteaba a ver si alguien me miraba. Leer estos poemas se sentía como algo subversivo, como si fuera un acto secreto de rebeldía. Los versos de Ginsberg me emocionaban y me producían una paranoia sutil. Sentía un ligero dolor en el fondo del estómago, como cuando era niño y echaba un vistazo a las novelas que mi madre leía. Yo sabía que estaba mirando algo que estaba hecho para adultos, y deseaba saber desesperadamente de qué trataba todo eso. Los libros de bolsillo de mi madre tenían una gran cantidad de «miembros florecientes» y «palpitantes pechos llenos», pero su lenguaje no sostenía mi atención por mucho tiempo. Ahora, unos años más tarde, había algo que podía inducir una sensación similar pero cautivando mi mente por completo. Sus poemas parecían al mismo tiempo sucios e inspiradores. A primera vista, el poema «Howl» parecía demasiado abrumador, como algún texto antiguo, el cual yo no era lo suficientemente digno para leer. Me incliné por el más reciente de los dos, “White Shroud – Poems 1980-1985”. El trabajo ahí era más ágil y desnudo. Su erotismo tenía ternura en el corazón. Había un sentido primordial de simpatía por su objeto de amor. Él parecía trascender lo que fácilmente podría haber sido espeluznante, con una compasión inherente a la confusión adolescente. Encontré un guía paternal en un sentido erótico.
Mientras estaba sentado en la hierba al lado del pequeño estanque artificial, una extraña visión vino a mí. En un sueño como un déjà vu desde el futuro, me vi subir una escalera polvorienta en un viejo edificio de una vivienda en ruinas, llevando un montón de bolsas de plástico, mientras que un encorvado y flaco anciano se balanceaba a unos cuantos pasos por delante de mí. Tuve una abrumadora sensación de saber el sentido de la vida, acompañado por un dolor sordo en el centro de mi pecho, justo en el corazón.
Los poemas de Ginsberg despertaron en mí sentidos que habían estado dormidos por años. Había desarrollado una habilidad notable para hacer a un lado cualquier deseo sensual que no se ajustara a lo que en los suburbios en que crecí se veía como normal. Era una ley mundial jamás escrita que se esperaba que yo siguiera sin cuestionar. Traté seriamente de vivir bajo estas expectativas y de algún modo así lo hice. Tuve una novia. La llevé al baile de graduación. Jugueteé con ella cerca de aquel estanque artificial en la biblioteca. Pero entonces, descubrí que también me sentía atraído por su hermano menor -Con una mezcla de erotismo y afecto familiar que nunca podría satisfacer en la vida real.
Todo esto pasaba por mi mente mientras Christine y yo manejábamos hacia el Turnpike de New Jersey con dirección a la ciudad de Nueva York. Sentí correr dentro de mí una nostalgia por mi infancia. Este viaje siempre me provocó la sensación de estar en medio de una canción de Bruce Springsteen. Casi siempre lo mejor de las canciones del jefe tiene que ver con huir de New Jersey de uno u otro modo. Parecía que había pasado hasta entonces mi vida entera evitando lo inevitable. Yo también tenía que huir de Jersey.
La noche parecía estirarse hasta el infinito entre sombras grises. Llegamos al Continental una hora más temprano. Cuando Ginsberg finalmente salió al escenario, yo ya estaba borracho y con el corazón abrumado. Ahí estaba él, el poeta Allen Ginsberg, con su pequeña armonía de acordeón listo para entonar su versión de “Song’s of Innocence and Experience” de William Blake. Un pequeño rugido y un chispazo de aplausos se dirigieron amablemente desde el fondo del bar hasta el centro del escenario. Una luz rosada iluminó la icónica cabeza de Ginsberg, brillando en sus lentes y bajando por su cara de gnomo, coloreando su barba gris. Su vestimenta era como la de un profesor con un saco de tweed gris, una camisa oxford blanca de botones y una corbata de seda a rayas marrones y azul marino que parecía haber sido de un preparatoriano alguna vez. Silenciosamente examinó a la pequeña multitud y colocó sus manos juntas como si estuviera rezando devotamente y se inclinó hacia nosotros. Fue un gesto simple y, sin embargo, tuvo un gran efecto. Con el menor de sus movimientos era capaz de transformar un espectáculo en potencia en una experiencia casi religiosa. Ginsberg evocaba una solemnidad que trascendía los viejos clichés beatnik.
Para un niño literario como yo, ver a Allen Ginsberg presentarse en un club del centro de la ciudad de Nueva York fue como si una dama de la antigua iglesia católica y romana viniera del Bronx a ver una misa oficiada por el Papa en el estadio de los Yankees. Ahora que lo pienso, parece chistoso pensar en toda esa noche como una peregrinación, pero eso es lo que fue para mí. Esperaba que aquel poeta me guiara espiritualmente para recibir una especie de mensaje eterno. No estoy tan seguro de qué era lo que estaba buscando, pero estaba dispuesto a encontrarlo. Y pensé que Allen Ginsberg era el hombre que tenía lo que yo buscaba.
Tras encender incienso y haber tocado un gong para meditar, el poeta estiró su espalda y entonó su armonía. Con cada frase y apretón, Ginsberg alcanzaba un estado de exaltación y parecía saltar de su silla. Era como un modo extraño de levitar. Su canto estaba desafinado y le daba un tono vodevilesco a la melodía, sin embargo, algo lo detenía de revertir el truco. De hecho, con su empecinada vocalización, su canto se volvió catártico y de otro mundo, como si un gran espíritu lo estuviera poseyendo. Ginsberg parecía una puerta de la que emergían las líneas de William Blake. Aunque estuviera hablando en lenguas irreconocibles, yo podía reconocer el lenguaje. Era un monje enojado, cantando desde un estado alterado de la conciencia, intoxicado por un lenguaje de otro siglo y, sin embargo, era capaz de inyectarle una nueva vida, cambiando el contexto para mí. Si bien me sumergí en este abandono total, me sentía completamente confundido. Nunca dudé si era real o no ni cuestioné sus convicciones pero quería saber por qué él había ido a un lugar tan salvaje. Me preguntaba qué pasiones secretas poseía. La fuerza auténtica de su presencia me petrificaba. Sentí, sin duda, una atracción instantánea hacia su persona como hacia sus poemas. Y junto a esta atracción venía una especie de miedo.
Sé que esa noche también leyó otros poemas pero no logro recordar cuáles. Lo que más me impresionó fue su voz. Era profunda, casi primordial y sin embargo conservaba un tono casi adolescente y frágil. Era capaz de evocar muchas cosas tan sólo variando los tonos. Y mientras su canto iba en ocasiones fuera de tono, su voz aún sonaba como un suspiro confesional. Presentaba canciones y poemas tal y como un profesor presentaría un nuevo tema para discutir. Había estado cargando “Howl” conmigo como si fuera una especie de biblia y él [Ginsberg] el mensajero de un nuevo y moderno dios, uno que entendía la confusión y el dolor de la adolescencia. Él era el Elder Statesman del Underground, un gurú para generaciones de jóvenes privados de sus derechos. Aun así, algunos de mis amigos de la escuela lo llamaban “escritorzuelo”. Uno incluso sugirió que era un “poser renovado que tuvo suerte con un poema y con miles de medios publicitarios”. No me di cuenta sino hasta la universidad de todas las opiniones que podían generarse con tan solo mencionar su nombre. Cuando estaba aún en la secundaria, asumí que Allen Ginsberg era una especie de poeta oscuro. Sé que no lo discutí con nadie más, sólo con mi novia. Usé sus versos para ponerla a prueba leyendo la mierda más brutal sobre el sexo con el fin de mantenerla suponiendo cosas o tal vez de excitarla. Ella parecía poco impresionada con todas esas cogidas por el culo, las lamidas de verga y la maestría de dar placer. Mientras yo la mantuviera satisfecha, podía recitar lo que fuera que mi pequeño corazón quisiera.
Tras su presentación, Allen comenzó con su obligada firma de libros. Mi inquietud de pronto se encontró con la enorme necesidad de conocerlo. Merodeé el final de la fila esperando ser el último que hablara con él con la finalidad de que se sintiera en la libertad de pasar el rato conmigo. Mi estrategia eventualmente resultó. Al mismo tiempo, mientras esperaba en la fila, traté de atrapar su atención de alguna manera. Podía sentirlo mirándome. Con toda mi intensidad adolescente, lancé una mirada intensa e inmediatamente miraba hacia otro lado. Este coqueteo de gato y ratón duró un rato. Él me miraba y yo miraba hacia otro lado para regresarle la mirada cuando generara más impacto.
Necesitaba este tipo de atención de un hombre como Allen Ginsberg, pero de algún modo instintivamente supe que nunca tendría la oportunidad de hacerlo como yo quería. Cuando por fin llegué al escenario y le entregué mi copia de “Howl” para que la firmara, le dije mi nombre. Instantáneamente comenzó una conversación ligera y curiosa. Preguntaba y respondía sus propias preguntas: “¿Así que eres un poeta?” dije que sí encogiendo los hombros. Debí decir en algún punto que estudiaba en Rutgers. Inmediatamente mencionó a Eliot Katz, un poeta de New Brunswick, New Jersey. Mientras seguía en la secundaria, solía frecuentar una librería de usado afuera del campus de Rutgers, la Old Yorke Books, propiedad de una anciana alemana y fumadora de nombre Cecile que se convirtió en una mentora matrona para mí. Fue en su librería que descubrí el “The Happy Birthday of Death” de Gregory Corso. Estaba más fascinado con el enorme desplegado interno del libro en el que se podía leer el poema “Bomb” que con lo que se podía leer en la cubierta externa del libro sobre el rol de Corso en la generación Beat. Cecile me dio libros usados a precios ridículamente bajos, incluyendo la primera edición de “Collected Poems” de Allen Ginsberg. Además, ella me presentó con el “famoso” poeta local Eliot Katz, un chico dulce y desaliñado de unos veintitantos, con cabello negro y despeinado de cuya cara antisemita colgaban sus lentes. Compré el panfleto auto-publicado de Eliot. Simpaticé con algunos de sus poemas -especialmente con los que hablaban sobre dinosaurios y aquellos que se involucraban en un diálogo semi-espiritual con Walt Whitman. Contesté con un “sí” vacilante a todas las preguntas de Ginsberg. Me deseó buena suerte y me pidió que le saludara a Eliot Katz. Dibujó un pequeño girasol bajo su firma y me regresó la copia de “Howl”. Sentí que había un complejo subtexto operando bajo los comentarios amables de nuestro primer encuentro. Aunque no podía explicarlo, ni a mí mismo, sentí que el tiempo había madurado para nosotros. Él estaba solo y perdiendo la fe en su ideal juvenil de amor; yo estaba confundido y necesitaba sentirme necesitado. Esperé volver a verlo de algún modo, para hablar más tiempo, para darle algunos de mis poemas, para hacer más que una conexión superficial. Pero no tenía modo alguno de predecir esa noche cómo nuestras vidas terminarían entrelazadas.
Este primer contacto tuvo una calidad mágica. Sin embargo, en la superficie las cosas no habían cambiado realmente. Christine me llevó de vuelta a New Jersey. Regresé a mi dormitorio más tarde esa misma noche y escribí un pequeño poema:
Los ojos como los de Buda
Los labios tiernos
Una barba blanca que invita
Una voz mística
que lanza un hechizo sobre mí
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Traducción desde el blog del autor: BEST MIND (Life with Allen Ginsberg and Company).
Una traducción de Loops Sandoval con la colaboración y adaptación de Odeen Rocha.
Publicado con la autorización de David Aaron Greenberg.